El cine de nuestra vida

CUANDO Rafael Alberti tenía ya muchos años, escribía: “Yo nací, respetadme, con el cine”. Buena referencia la de nacer en una fecha tan mítica que creó una nueva era para la Humanidad: el mundo no fue el mismo desde el alumbramiento del séptimo arte, del arte nuevo que marcó nuestras vidas, para bien o para mal. En la vida de cada uno hay dos o tres películas a las que se vuelve cada poco, aunque en el recuerdo nunca se han ido: el cine marca indeleblemente.

En pleno confinamiento La 2 emite Casablanca. Todos la vimos muchas veces y cada nueva emisión se ve como si fuera la primera. Es una película simple, sin alardes, sin grandes decorados, incluso –se dice– sin guion previo, pero atrapa una y otra vez.

Un café donde se juega (dice con cara de asombro el capitán de la Policía); un cínico con el romántico encanto de haber participado en nuestra Guerra Civil, como supimos cuando se acabó la censura; un actor único en la cumbre de su arte interpretativo.

Una mujer en la cima de una belleza recién salida de la adolescencia. Y claro, un amor único, más bien el recuerdo del mismo, con ecos del París de entreguerras y un abandono que duele en el alma endurecida de un Rick veterano de tantas cosas.

Casablanca, con su comercio de salvoconductos y puente para escapar de una guerra total. Y sobre todas las cosas, la grandeza de una renuncia que define a un gran amor. Todo este cóctel hace parar el tiempo y olvidar por un rato la amenaza letal del virus que anda ahí fuera.

Y falta el que es, para mí, el momento supremo: una panda de alemanes ahítos de champán francés cantan una canción de su país. Laszlo, el héroe de la Resistencia, ordena a los músicos que toquen La Marsellesa. Miran a Rick, que asiente con un gesto imperceptible, y el himno suena triunfal. En ese momento, Rouget de Lisle, muerto hacía muchos años, le ganó la batalla a Hitler. ¿Y el amor? Siempre nos quedará París.