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El color de cada crimen

Tanto los humanos como los animales sabemos que si queremos sobrevivir debemos conocer las causas de las cosas. Una mosca sabe que si no se aparta de una mano que la quiere aplastar contra un cristal morirá, y por eso huye, y de la misma forma un león sabe lo que tiene que hacer para cazar cuando quiere comer. Nosotros hacemos lo mismo cuando no tocamos el fuego para no quemarnos y cogemos una manzana para comerla. Pero además de conocer las causas de lo que ocurre necesitamos comprender las conductas de los demás, si queremos vivir en sociedad. Así, tengo que saber si una persona que se me acerca quiere atacarme, o bien saludarme, razón por la que me tiende la mano. En la vida social todas las conductas tiene un sentido, y en ella las causas de las cosas son solo medios para lograr nuestros fines.

Podemos explicar la conducta de los demás de distintas maneras. Podemos atribuir una conducta a una razón religiosa o a una superstición, como puede ser no comer cerdo si soy judío o musulmán, o no casarme ni salir de viaje porque es martes. También podemos explicar lo que los demás hacen por su intento de satisfacer sus intereses económicos, pero también por dar cumplimiento a sus ansias de poder, a su vanidad y necesidad de ser reconocido y admirado por los demás... La antigua lista de los siete pecados capitales podría servir como un compendio de casi todas las razones por las que las personas toman sus decisiones.

Pero lo que vale para comprender la conducta de nuestros vecinos, familiares o amigos deja de servir cuando queremos comprender los hechos sociales, que son aquellos que se repiten en el tiempo en un determinado espacio, que surgen y desaparecen como los cauces de los ríos, y en los que a veces entran en acción factores muy complejos, como la imitación, la imposición de unas determinadas normas, o las modas del momento.

Son la sociología y la psicología social las ciencias que mejor explican las conductas colectivas. El creador y primer catedrático de sociología en Francia fue Émile Durkheim, quien en su libro Les regles de la méthode sociologique (París, 1895) estableció un famoso principio que afirmaba que los hechos sociales deben ser estudiados como cosas. Es decir, que un hecho social debe tener una explicación social, y que los hechos deben ser observados y descritos minuciosamente, cartografiados y cuantificados de modo sistemático, si queremos intentar comprender por qué se producen. La sociología sería una ciencia empírica con un método propio.

Aplicando este método abordó Durkheim un espinoso tema: el suicidio (El suicidio. Estudio de sociología, trad. 1965, ed. original 1897), analizando 26.000 casos. Lo primero que hizo fue resumir las explicaciones del suicidio vigentes: la religiosa, que lo consideraba un pecado; la legal; la psiquiátrica, que podía asociarlo al alcoholismo o a la demencia; la ideológica, que lo intentaba relacionar con la prevalencia de valores religiosos, como por ejemplo ¿ se suicidan más los católicos o los protestantes?, o con la pobreza y la explotación; la biológica: ¿hay familias cuyos miembros tienden a suicidarse a lo largo de las generaciones?; la geográfica: ¿es predominante el suicidio en zonas de clima cálido o frío?, y todo tipo de razones dadas hasta ese momento.

Poniendo todas esas hipótesis entre paréntesis lo que hizo Durkheim fue analizar las tasas de suicidio registradas en cada uno de los departamentos de Francia, ponerlas en correlación con el sexo, las profesiones y los niveles de riqueza y con todos los parámetros sociales posibles. Así, una vez estudiados esos 26.000 casos franceses, llegó a la conclusión de que hay tres tipos de suicidios. El altruista, el que se lleva a cabo para salvar a otro sabiendo que uno va a morir, o el del soldado que se sacrifica en la guerra, o el terrorista que lo hace por su causa, sea la yihad o el emperador del Japón en la II Guerra Mundial. El egoísta, que es el suicidio que se lleva a cabo cuando una persona se niega a asumir las consecuencias de una situación que cambiará su vida: el millonario que se arruina, el senador romano caído en desgracia, o los líderes derrotados: Hitler, Goebbels, que además se llevó por delante a sus hijos con la complicidad de su esposa. Y por último el suicidio anómico, que es el que se lleva a cabo cuando la vida deja de tener sentido, como es en el caso de la depresión o la esquizofrenia, y que suele ser el que consideramos como suicidio por antonomasia hoy.

Estas son las razones por las que la gente se suicida, y debemos intentar saber cuál de ellas ocasionó la tragedia, pero de la misma forma que el suicidio tiene sus razones, también las tiene el crimen, en cuyo caso son las ciencias forenses y la investigación judicial o histórica quien debe determinarlas. Veamos cómo.

Supongamos que aparece un cadáver sin identificar: José Nadie. Lo primero que hará el forense es analizar el lugar en el que se encontró y ver si su muerte pudo ser por causas naturales, o si tiene heridas, golpes o mutilaciones. Establecido que la muerte fue violenta comprobará si fue robado o lleva encima dinero o joyas, para ver si el motivo del asesinato fue el robo. Si es un hombre mayor no buscará huellas de violación o delito sexual, pero si es una mujer sí, y si es joven todavía más, pues por desgracia eso ocurre mucho más en esos casos. Si no hay robo ni violación se puede ver si hay signos de algún ritual, o signos que indiquen una venganza política o de bandas delictivas.

Una vez aclarado todo ello se intentará saber quién era José Nadie. Si lleva su DNI será muy fácil saberlo, e identificarlo y así se abrirá el camino de los posibles culpables. Siguiendo este método podríamos abordar la monstruosa violencia de género y su dramático incremento, para intentar entender su lógica perversa. En esos delitos la víctima es identificada casi inmediatamente, porque suelen tener lugar en su propio hogar y a veces ante testigos. El asesino suele ser casi siempre un hombre con el que mantiene una relación sexual, pues al parricidio no se le llama violencia de género, ni tampoco a cualquier asesinato de una mujer, aunque hubiese habido sexo por el medio, como puede ser en el triste caso de los asesinatos de prostitutas o de las violaciones seguidas de asesinatos en tantas y tantas guerras del pasado y el presente.

Tampoco se le llamaría violencia de género a la de un psicópata -modelo Jack el Destripador- que asesina mujeres por sistema, ni a la de médicos que esterilizaron primero, y luego mataron a mujeres judías durante el nazismo. La violencia de género es aquella violencia llevada a cabo por todo tipo de actos que llevan a humillar, anular y someter a una mujer por un hombre, en la inmensa mayoría de los casos. Y esa violencia es posible porque son una pareja y mantienen o mantuvieron relaciones sexuales, porque la mujer depende del hombre por su falta de medios económicos, o porque tiene hijos que no podría atender si rompe con su maltratador. Y por desgracia porque todo un sistema familiar y social hace que se interiorice ese dominio, razón por la que algunas mujeres vuelven con su maltratador, al que consideran superior física e intelectualmente.

Ese sistema de dominio no es un ideología política. Los maltratadores no son un partido político. Sus ideas pueden ser distintas: hay maltratadores musulmanes, cristianos, budistas, ateos, comunistas, fascistas y socialistas. El maltrato es un habitus, en el sentido en que definió ese término Pierre Bourdieu (El sentido práctico, Madrid, 1991, París, 1980), o sea, una conducta socialmente aceptada, que se hace y transmite por imitación, y que no necesita ser justificada de modo explícito, porque el sistema social la justifica implícitamente. Es decir, porque quien maltrata cree que puede hacerlo porque siempre se hizo, porque las cosas son así y así son los hombres y las mujeres por naturaleza.

Debatir con un maltratador en el campo teórico no tiene sentido. Si su religión justifica el maltrato ya tiene amparo. Pero casi ninguna lo hace de modo que se pueda asesinar, mutilar o humillar a la propia mujer, y porque esa mujer tiene familiares que no consentirían que se llegase a ese extremo, si lo supiesen. Si se niegan a verlo sí.

Para maltratar a una mujer primero hay que dominarla y creer que se tiene derecho a dominarla. Si el maltrato es humillación, anulación y explotación de su trabajo, eso será posible cuando una sociedad así lo ampare. Pero ninguna ha amparado la violencia física extrema. La violencia física extrema es obra de un hombre que quiere hace el mal porque eso le da placer, de un hombre miserable que solo puede afirmase de ese modo, porque en el fondo sabe que no merece ningún respeto como persona. De un hombre que cree que si pierde el dominio de la mujer pierde su identidad. Por eso casi siempre el homicida se entrega, se suicida o intenta hacerlo. Casi ningún maltratador pasa años en busca y captura, por esa razón. Para el maltratador el sexo y el amor son dos venenos que intoxican su mente. Por eso el maltratador y el violador tienen pocas posibilidades de reinserción. Y es por eso por lo que lo fundamental es proteger a sus víctimas, hacer posible que sean autónomas, libres e inviolables en todos y cada uno de sus derechos. Y hacerlo de un modo concreto, y no inventando un supuesto sistema político que engendraría el maltrato, la violación y el asesinato como partes de un supuesta estrategia global omnipresente. Un supuesto sistema que al pretender explicarlo todo no consigue explicar nada.

22 ene 2023 / 01:00
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