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El covid no hizo el milagro

    LA configuración del Estado español en un sistema de nacionalidades y autonomías nació sobre la bienintencionada, pero puede que ingenua, base de la solidaridad interregional, desde el convencimiento de que el crecimiento de una parte ayuda al todo y que lo que es bueno para una nacionalidad o autonomía acabará beneficiando tanto a las otras, individualmente, como al conjunto. No contaban los animosos padres de la patria que, sin llegar a los extremos del 1-0 independentista, esos cándidos principios de cooperación y apoyo mutuo se esfumarían del espíritu y de la letra de la ley tan pronto se vieran afectados temas tales como la propia hacienda o la conveniencia particular.

    A lo largo de los 42 años de andadura de la Constitución sobran los ejemplos, con su más relevante significación en ese “España nos roba” catalán que no deja de ser una ignominia para cuantos, víctimas de la forzada emigración, contribuyeron con su carga de trabajo y asentamiento vital a la prosperidad de una nacionalidad que se ve obligada a esa mayor contribución al bien común en función de su propio éxito.

    Al aludido ejemplo catalán podrían añadírsele la oposición de vascos y navarros a la derogación de esa anacrónica e insolidaria excepcionalidad que supone el cupo o la oposición de aragoneses al trasvase del Ebro. Resulta lógico, en consecuencia, que los serios intentos de articular un solidario y equitativo marco de financiación autonómico sea percibido como una particular piñata, con el más crudo e irracional ejemplo del PNV como maestro de ceremonias practicando el tan poco democrático ejercicio de la venta de votos a cambio de prebendas, parece que su única y próspera ideología.

    Más recientemente; ahora mismo, vemos como las políticas desplegadas para combatir el covid-19 se singularizan, a falta de un Gobierno con entendederas suficientes para saber del alcance de sus propias responsabilidades –preocupado como anda por la desaparición de los inofensivos tiburones del Mediterráneo, según el peculiar ministro de Consumo– por idénticas dosis de insolidaridad, desbarajuste, anarquía y toma de decisiones a suerte y capricho de cada taifa autonómico.

    Y, también como tantas veces ocurre, se hace a base de improvisaciones, experimentaciones y ocurrencias lejos de los más elementales métodos que la ciencia sanitaria aconseja desde siempre. Comprobación de síntomas y evaluación del diagnóstico de forma generalizada. O, como dicen los alemanes, test, test y más test.

    El despropósito alcanza sus cotas de histrionismo en ese intento de matar moscas a cañonazos que, en el caso de Galicia, tanto daño hace a la economía y a las relaciones transfronterizas con el país vecino, o en esa megalómana decisión de sancionar con hasta 601.012,11 euros –que ya son ganas de calibrar– los incumplimientos de unos avisos meramente circunstanciales. Lo que lleva a concluir que toda decisión política resulta tanto más arbitraria cuanto más elevado sea el monto sancionador para los incumplidores. Y la legislación gallega está sobrada de ejemplos.

    De la pandemia del covid-19 esperaban los ingenuos de ahora mismo que el mundo cambiaría. Que la sociedad, ante la evidencia de su insignificancia frente a enemigos tan imprevisibles y poderosos como el virus, moderarían sus impulsos egoístas y saldría como resultante una sociedad más solidaria y empática. Habrá que esperar a la pandemia del próximo siglo para ver si se obra el milagro.

    31 jul 2020 / 23:00
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