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El instante más peligroso

    RESULTA que se acerca el invierno (el otoño ya nos la saltamos, sobre todo con este calor) y hay que ponerse con las cosas del comer. Y del calentar. Pasé inviernos muy fríos en la meseta, cuando la calefacción era una rareza, salvo en las ciudades. Había leña, a la que nos invitan a volver. En una televisión veo un largo reportaje sobre los pellets, objeto de deseo. Un vendedor lo decía sin ambages: es que nos los quitan de las manos. Si un día no muy lejano medimos el grado de alarma del nuevo mundo por la escasez de papel higiénico, ahora se mide el miedo al invierno por la anunciada escasez de pellets. Lo peor es que el invierno no sólo amenaza con el frío.

    Aunque apriete este calor de septiembre, se extiende un frío conceptual, un frío que viene de la intuición y la incertidumbre, un frío que es la memoria de otros inviernos pasados, pero también de los venideros. Pero no sólo es la memoria de la nieve, que algunos juzgan cada día más escasa (como la lluvia). Una nevadona (quizás alguna más) solucionaría el problema de esos embalses por los que asoman ahora las viejas iglesias y los muros desdentados de pueblos en los muchos fueron felices. La fe en la nieve se mantiene, pero cada vez hay más dudas. Se ve que la lluvia se resiste, y eso siempre es símbolo de muerte. El campo se agrieta, los cultivos se empequeñecen. Habrá quién ni siquiera se pregunte qué es lo que pasa. Luego, la lluvia feroz trae más destrucción y desaparece en minutos. Sólo la nieve tiene la lentitud necesaria, la constancia de las cumbres, para salvarnos.

    Necesitamos nieve y lluvia, pero el frío aterroriza a Europa por la crisis energética. Todos miran el grifo de Putin. Por si fuera poco, ese frío futurible tiene una lectura psicológica que no ayuda. Es el frío de la decepción y del miedo a la guerra. El invierno puede atacar con armas numerosas, ya en muchas batallas de la historia se le consideraba decisivo para ganar y para perder. Hasta Rusia sabe de eso. Pero el frío del desencanto es mucho peor que el que marca el termómetro. Lo peor es cuando se congela la esperanza.

    Poco a poco lo doméstico empieza a desplazar al miedo global, aunque lo global parezca monstruoso. Putin vuelve a mencionar el poder nuclear, por si se nos había olvidado desde la última vez, pero el cansancio de la gente convierte la cesta de la compra en algo mucho más explosivo, en la detonación definitiva. Quizás electoralmente también. El líder ruso conoce las grandes palabras que mueven la maquinaria del mundo, pero seguramente tampoco ignora que una ducha fría, una habitación a oscuras, un menú escaso, también sirven para remover los cimientos que creíamos tan sólidos.

    Si el cambio climático y la desigualdad galopante van a reescribir el capitalismo tal y como lo conocemos, convendría que no fuera sustituido, aprovechando la debilidad, por la demolición de las democracias y el elogio del líder épico y mesiánico. Antonio Gramsci decía, y en esto sí tenía razón, que lo peor de todo es cuando lo viejo no muere y lo nuevo no puede nacer. Hay un instante peligroso en medio de los cambios, ese fragmento de tiempo entre relámpagos, en el que crecen las sombras y los monstruos, y los fenómenos morbosos de toda condición. Es la niebla, la confusión, el maniqueísmo, la simpleza, el engaño. Quizás estemos justo en ese momento.

    22 sep 2022 / 01:00
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