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El mejor de los destinos

    POR segundo año el COVID se cuela en nuestras ansiadas vacaciones, recuerdo que cuando terminó el verano pasado y nos topamos de bruces con la segunda ola todavía sin vacuna, llegué a pensar que estábamos condenados a vivir de forma intermitente, al ritmo de la tasa de contagios; ahora, con el horizonte bastante más esperanzador, empieza la carrera por captar turistas.

    Mientras Galicia se abre de nuevo yo guardaré para el recuerdo el verano de 2020, quién me lo iba a decir, indirectamente, el COVID me brindó sin esperarlo uno de los mejores viajes que recuerdo. A pesar de que cada año intento evadirme a kilómetros de distancia, casi como si fuese parte de un juego, intentando sentirme oriunda en lugar ajeno, en agosto de 2020 la pandemia y la prudencia reducían drásticamente la lista de posibilidades y el turismo de proximidad ganaba tantos por minutos.

    Repitiéndome una y otra vez aquello de que nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas me decidí a recorrer la parte que resultaba menos conocida para mí de nuestra geografía y, sobre todo, de hacerlo de una forma distinta a otras veces, en esta ocasión me resultaba tremendamente atractivo sentirme turista a tan solo dos horas de mi casa y profundizar en todos esos tópicos y rituales que abraza el visitante, de vernos como nos ven.

    El 2020 me daría la ocasión perfecta para una de esas zonas pendientes, conocer un poco mejor A Costa da Morte. Son esas vivenvias dulces que podemos extraer en medio de lo trágico de la situación, esas nuevas sensaciones, esos descubrimientos que vienen a convertirse en una especie de efectos colaterales plausibles.

    El año de la pandemia me regaló una recepción lluviosa y gris en Cabo Vilán y el estremecedor rugido del mar en el cementerio de los ingleses. Me descubrió el placer de serpentear carreteras entre arboledas en esa dimensión paralela en la que no existe el minutero del reloj.

    El 2020 será en mi memoria el primer año de la era COVID, pero también ese en el que me sorprendí emocionada en el Monte Pindo, el Olimpo Sagrado de los celtas, me despeiné en el viento de la puesta de sol en Fisterra –ya ven, tan típico tan típico que no lo había hecho nunca– y me rendí a la comodidad de comer en los chiringuitos de todas las playas a las que fui, incluso me sorprendí comprando souvenirs, una inmersión en toda regla.

    Por muchos momentos incluso olvidaba que estaba en Galicia, hasta que en una terraza escuchas al camarero decir “¿e tí sabes en qué se diferencia a navalla e o longueirón?”. Y entonces sientes la alegría de saber que ese sitio tan maravilloso en el que te has camuflado ese verano es en realidad tu casa, y te sientes realmente afortunada de que ello sea así...

    Por eso ahora entiendo que Galicia no es solo el mejor sitio para vivir, además vivimos en el mejor de los destinos posibles.

    08 jun 2021 / 01:00
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