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El paisaje dice nuestro nombre

    LA POLÉMICA sobre la modificación del paisaje soriano del Cerro de los Moros, a cuenta de una posible urbanización, lleva días trayendo a Machado al presente, aunque también leí el domingo en El País ese artículo del gran Antonio Colinas, en el que explicaba cómo el paso del poeta andaluz y de María Zambrano hacia Francia, al estallar la Guerra Civil, fue coincidente, pues ambos partieron de Figueras, pero se llevó a cabo por senderos distintos.

    Mucho me gusta que Machado aparezca de vez en cuando en esta nuestra vida difícil y oscura, en medio de esta sensación de hartazgo colectivo, o de resignación. Mucho me gusta que Machado aparezca entre nosotros, poeta de la gran dignidad y la voz humilde y campesina, poeta, al fin, de la emoción serena y la voz baja, de la compasión y la amistad. Uno cree que muchas de esas cosas están trituradas por las apisonadoras contemporáneas. El estruendo no deja escuchar las palabras certeras, si es que alguien, en esta tempestad, alguna vez las pronuncia.

    El paisaje que Machado conoció en torno a Soria y sus paseos entre chopos, donde el amor quedó inscrito en las cortezas de los árboles, regresan ahora, y algunos escritores y no escritores escriben esperando que la mirada del poeta hacia el río, ese recuerdo plasmado en versos delicados y limpios, no sufra alteración. Pero el paisaje, más en la España vaciada, se contempla a veces como un vacío que hay que llenar a toda costa, como un lugar desolado, despojado de la memoria, aunque sea reciente y puesta por escrito.

    A estas alturas deberíamos dar por hecho que la cultura es también una gran construcción, el andamiaje que sujeta las emociones. El paisaje es físico, pero también mental y emocional. Siempre cito (lo habré hecho decenas de veces, me temo) la frase de John Montague, el gran poeta irlandés, que achacaba a su país cierta desmemoria a la hora de contemplar el territorio, y clamaba que era necesario “aprender a leer el paisaje como un manuscrito”. Esta es la cuestión. El manuscrito donde se narra nuestra vida y la de los antepasados, el lugar donde está escrito lo grande y lo pequeño de todos nosotros, y donde quizás más tiempo permanece sin borrarse. Salvo que se quiera borrar.

    No es que los paisajes sean sólo cosa de los artistas. Ellos suelen inmortalizarlos, entregarlos como herencia de su tiempo, pero al final, es el verdadero paisaje, el territorio físico, el que retiene los recuerdos y el alma de lo que fuimos. ¿No sentimos eso cuando retornamos al pueblo y vemos lo que queda y lo que ya no queda de todo lo que conocimos? ¿No fabulamos con aquel camino que llevaba al colegio, desaparecido ahora, o asfaltado? ¿No buscamos las señales mínimas, las piedras, los árboles, que un día nos hicieron felices? Porque todos reconocemos el paisaje en el que están escritos nuestros nombres.

    Encontré muy natural que Julio Llamazares se refiriera a esto el otro día. Su literatura está recorrida por el sentimiento de pérdida del territorio emocional. ¿Cómo no va a hablar así quien vio el pueblo donde nació anegado por las aguas? Son muchos los que podrán entenderlo. ¡Y ahora hablamos de recuperar el campo y el paisaje, de reconquistar lo perdido! No sólo me acordé de Machado, sino también del gran Avelino Hernández, que narró su territorio (también el de Soria) con una emoción contenida y serena, con esa misma dignidad del poeta venido del sur.

    09 feb 2021 / 01:00
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