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El quiosco de la esquina. D.E.P.

“CONSTRUCCIÓN pequeña, que se instala en la calle u otro lugar público para vender en ella periódicos, flores, etcétera”. Así define la RAE –en una de sus acepciones, naturalmente– la palabra quiosco. Aunque mucho me temo que los señores académicos tendrán que hacer en breve una revisión del término.

Ayer me acerqué al de la esquina de mi calle y me di cuenta. Todo había cambiado. Era otra cosa. En un rinconcito yacían unos cuantos tabloides, supervivientes de una población que fue al cole, que sabe leer; pero no lo hace.

Dicen las últimas encuestas de la cosa que un 35,6% de los españoles no lee nunca o casi nunca y que, de los que se informan a diario, únicamente un 14,1% lo hace leyendo periódicos en papel. Quizá por ello, aquellos últimos de filipinas estaban ahora esquinados y rodeados de coleccionables, cartillas, regalos de lo más pintoresco.

Alcé la vista. En el expositor de las revistas faltaba la Interviú. Aquel semanal que nuestros padres compraban furtivamente, juraban que “para leer sus interesantes reportajes” (que los tenía, y muchos). Pero que doctoró en anatomía femenina, mediante lucimiento de los cuerpos del famoseo, a los de la quinta en la que para arrimarse había que hacer poco menos que una OPA.

Un mozalbete entró golpeando la puerta. Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, le pidió al quiosquero una bebida de esas que producen taquicardia. Y me fijé que aquella estantería que señalaba el chaval, antes ahíta de chuches, estaba ahora plagada de aquellos brebajes. Cuatro gominolas, tres paquetes de pipas y unos pocos chicles, bailaban la conga en algunas cajitas.

Una mujer de mediana edad, que esperaba pacientemente a que el rapaz se lar-gase, se acercó al mostrador. Otrora se habría comprado sin titubear el Hola, que todavía hoy sigue mostrando a los que nunca vieron uno de 500, cómo viven los ricos; o sea, la vida que nunca van a poder tener. Pero, no. Portaba un pen drive y reclamó la impresión de un par de aburridos documentos administrativos.

En estas estábamos cuando casi me tropiezo con un montón de cajas
apiladas, que llegaban casi desde el suelo al techo. ¡Eran productos comprados por internet que esperaban a sus nuevos dueños!

Vamos que,
si el dependiente hubiese sido un ectoplasma virtual, habría completado este nuevo circo post-postmoderno.

Hasta dudo que al laureado neoyorquino Trevor Traynor, que retrató con su objetivo newsstands de medio mundo desde la sexta avenida a Marrakesh o a Tokyo, le quedaran ganas de más. A no ser que ahora le guste fotografiar pantallas de ordenador, fotocopiadoras, botes de Red Bull y paquetes de Amazon.

En apenas 20 metros cuadrados y cinco minutos de visita a la tienda, toda
una hégira y un trocito de nuestras in-fancias arrojados al contenedor amarillo... el de los envases de plástico, que tampoco se llevan.

Y leo que hace tres meses, un quiosco de Málaga se convirtió en el primero de Europa en ofrecer a sus clientes un locker –que le llaman– para reparto de paquetería, así como un cajero automático para retirada de efectivo.

Nada que mueva a extrañeza, la verdad, tras conocer que más de 1.000 quioscos (y subiendo) han chapado en España en los últimos diez años.

Lo único peor que le puede pasar ya
a mi quiosco de la esquina, y del alma,
es que después de echar el candado, cai-ga en manos de uno de esos fondos ca-rroñeros.

No, porque sus socios quizá decidan emplear el local para otro negocio. Sí, porque es seguro que lo dedicarán a nada.

02 dic 2022 / 01:00
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