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El tiempo entre legislaturas

    José Saramago, premio Nobel de Literatura que por la cercanía de la lengua en que escribía los gallegos podrían sentir como suyo, repetía que era comunista porque en este mundo no podía ser otra cosa. Pero no era del todo cierto, el autor de Evangelho Segundo Jesus Cristo fue una persona que reunía muchas vidas en una sola, un hombre reduplicado cotidianamente que sobre todas las cosas supo querer como nadie. Se enamoró de la española Pilar del Río nada más verla, un día en Lisboa a las cuatro de la tarde, y desde entonces hasta el final de sus días ordenó que todos los relojes de su casa marcasen esa hora permanentemente. Quiso detener el tiempo, como Albert Einstein pretendió anularlo para viajar con sus fórmulas al futuro y al pasado, y a su modo lo consiguió, aunque al final Cronos siempre se muestra inexorable y acaba aniquilándonos a todos.

    Recientemente, Pedro Sánchez, un hombre también con más vidas que un gato –adviértase que esta frase hecha denota más supervivencia que deleite– visitó la casa museo de Saramago en Lanzarote, donde es de suponer que antes de acceder a su interior sería avisado de la especial circunstancia que atañe a los relojes que la adornan. Le explicarían que al margen de la habitual hora menos en Canarias, José Saramago estableció también su propio tiempo por criterios de amor y no de minutos, por lo que es imposible medirlo. De lo contrario, el presidente del Gobierno podría llegar a tener la sensación de estar de nuevo recluido en La Moncloa, esa pequeña isla donde la percepción del tiempo que sus inquilinos tienen también es distinta a la que rige la vida del resto de los españoles.

    Saramago eligió un reloj parado como el objeto simbólico que recordase eternamente el instante a partir del cual habría un antes y un después en su vida, marcada para siempre por la aparición de la española Pilar del Río –relación en la que tal vez el novelista luso también plasmó la factibilidad real de la unión Ibérica que proponía–, y Sánchez hizo lo propio con un colchón, que es un elemento doméstico menos romántico y algo más rudimentario, pero no menos importante en la vida de las personas, sobre todo, y en este caso, de la vida de los que rodean a Sánchez, un presidente tan obsesionado con el descanso nocturno.

    Las posibilidades de que su antecesor en el cargo, Mariano Rajoy, se le pudiese aparecer en pesadillas seguro que no dependen exclusivamente del colchón, pero aun así la primera orden que emitió Sánchez al llegar a La Moncloa fue cambiarlo, quizá, más allá de las imaginarias emanaciones fantasmales de Rajoy, como alegoría de la nueva era que con él daba comienzo en España. Y, sobre todo, igual que el reloj de Saramago parado a las cuatro de la tarde, como un signo personal del cambio trascendental que su vida tomaba. Un colchón, que cada verano y cada invierno le da la vuelta para seguir las recomendaciones del fabricante y, de paso, así también va marcando el tiempo de la legislatura: cada ocho vueltas, toca elecciones.

    Rajoy, sujeto pasivo en esta historia, también inmortalizó su cambio de ciclo vital transmutándose en el bolso de Soraya Sáenz de Santamaría, expuesto en su escaño, y frenando el tiempo de una manera más pragmática que Saramago, con unos buenos whiskys en Alcalá.

    Después del episodio del colchón, elevado a capítulo literario en la precipitada biografía de Sánchez, llegarían los cuentos para no dormir donde Pablo Iglesias se presenta como un murciélago que chupa la sangre a los presidentes insomnes por su presencia, una compañía hostil que sin embargo toleran en un ejercicio insólito de autotortura onírica que carece de precedentes. Y, lo último, es la supuesta imagen de Sánchez tirado en una hamaca que sirve al PP para denunciar su pasotismo ante la catástrofe de Afganistán. Llegó la hora de Afganistán, como antes fue la de Venezuela.

    20 ago 2021 / 09:59
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