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Emanciparse de la realidad

    COMO el verano se aproxima, la gente quiere emanciparse de la realidad, que no trae más que disgustos. Es difícil, porque la realidad se empecina en persistir ahí fuera, con todos los males de la economía, las cifras del paro juvenil, por ejemplo, que empiezan a hablar de una o más generaciones perdidas. Hay mucho destrozo en las vidas particulares y suele ser un destrozo en voz baja. No siempre aflora, porque la gente resiste a su manera, no tanto por esos planes de resiliencia que nos cuentan, sino por nuestra titánica experiencia personal, que viene también de nuestros antepasados.

    Emanciparse de la realidad significa liberarse de la política, cuyo tupido relato lo abarca todo. Es un guion lleno de giros, como una telenovela, pero no sé si sigue sirviendo de entretenimiento mediático, como consideran algunos expertos. Muchos capítulos de nuestra política reciente eran previsibles, poco creativos, y se van confirmando a medida que pasan los capítulos. Todo termina ocurriendo como se sabía que iba a ocurrir.

    Aunque reconozco que en los últimos meses los guionistas, los gurús de la trama, nos sorprendieron con algo que tal vez agitó las aguas del relato. La marcha de Iglesias, que se fue acelerando a medida que pasaban las horas, y el advenimiento de Ayuso (ahora ya, sólo Ayuso), a quien entrevistó Bertín Osborne el otro día, plasmando en lo doméstico un liderazgo que algunos consideran inexplicable, ajeno, desde luego, a lo que mandan los cánones. Lo que divierte, seguro, a su propietaria. Se le nota en cada aparición pública.

    Pero es obvio que la gente no soporta tanta sobredosis de realidad. Pasar de la pandemia (que todavía sigue ahí) a todo el ruido infernal de las idas y venidas de la política es algo que agota a cualquiera. La vida de la gente no tiene nada que ver con todo el engranaje interno de la política, con las cuitas de los líderes, con las desgarradas luchas de poder, ya sean en el barro o sobre la moqueta. No, la vida es otra cosa. Bien es verdad que las decisiones terminan influyendo en los ciudadanos, pero llega un momento en el que se impone la necesidad de desconectar. La necesidad de buscar algo de alegría, que, a lo que se ve, a menudo desde la política se juzga como algo prescindible.

    La enorme dureza de los últimos meses ha acabado con las reservas emocionales (y no sólo) de la gente. Este un asunto que no se puede soslayar. No somos autómatas. Hay que descargar al ciudadano de tareas y de obligaciones, no se puede convertir la existencia en una carrera de obstáculos, cada vez más difíciles de superar, en un permanente ejercicio de alerta, de atención desmedida, que obliga a desatender asuntos de verdad primordiales, como la vida misma, como la necesidad de reivindicar la lentitud y la risa, y la vida cotidiana con sus espléndidas pequeñas cosas.

    La sociedad moderna necesita reescribir sus reglas en favor de la alegría de los ciudadanos. No es cuestión baladí. Poco a poco se nos ha arrebatado ese lado más personal de la existencia, poco a poco las demandas del sistema, del gran engranaje del poder, son más y más grandes, de tal forma que sólo hay tiempo para atender, no sin dificultades, esa permanente exigencia. Pero la gente necesita separarse de una vez del ruido, detener ya la gran aceleración a la que nos someten. Conviene enfriar esta realidad ardiente, que, sí, trae demasiados disgustos, y que cada vez se muestra más incapaz de devolver lo mucho que le entregamos, día tras día, de nuestras vidas.

    15 jun 2021 / 01:00
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