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¿Es la política un juego de mesa?

Si no existiesen las enfermedades no sería necesaria la medicina, si no existiese la escasez no sería necesaria la economía, y si todas nuestras instituciones funcionasen perfectamente no sería necesaria la política. Por desgracia ninguna de estas tres cosas es cierta. La tierra sin mal es la utopía de muchas religiones. Pero el paraíso no está situado en la Tierra, ni se prevé que lo esté, aunque los filósofos europeos de la Ilustración, en primer lugar, y Marx, siguiendo su estela, creyeron que algún día su “Ciudad de Dios” sería perfectamente viable en sus repúblicas o la sociedad sin clases y sin estado.

La política es necesaria porque existen dos realidades paralelas: el estado y el gobierno. El estado se construye sobre bases racionales y por eso debería funcionar correctamente, dentro de los límites que pueden tener todas las creaciones humanas. Y lo mismo debería ocurrir con la justicia. Tenemos leyes, jueces, tribunales y mecanismos administrativos que podrían garantizar que los derechos humanos fuesen realidades efectivas, y no utopías. ¿Por qué no es así, como nos dice la experiencia cotidiana?

Básicamente nuestras leyes no son leyes matemáticas, sino que estén escritas en lo que se llama el lenguaje ordinario, es decir la lengua que hablamos, leemos y podemos comprender, y no con las fórmulas del álgebra, que solo pueden entender unos pocos. Y como están escritas en nuestro lenguaje se pueden interpretar de formas diferentes. Naturalmente la interpretación de la ley que vale es la de quienes tienen la capacidad legal de interpretarla, como podemos comprobarlo en nuestras carnes en numerosas ocasiones.

El derecho es como una gigantesca partida de ajedrez. Hay fichas, tablero, reglas y jugadores. Se pueden hacer unas jugadas sí y otras no, y por eso las partidas las ganan siempre los mejores jugadores. Pero, a diferencia del ajedrez, en el que todas las jugadas podrían ser analizadas matemáticamente, en el derecho las ideas, los prejuicios, los intereses y las capacidades mayores o menores de los participantes en los procesos jurídicos en general, pueden hacer que un mismo hecho pueda ser definido de distintas formas: ¿ha sido ese abuso una violación?; ¿es eso una estafa?; ¿fue un asesinato o un caso de defensa propia?, etc. Y es que el derecho consiste en aplicar unas normas generales a un caso, y esto, que se llama “tipificación”, da lugar a muchas disputas.

Todas las instituciones que forman el estado han de tener una base legal, pero, como funcionan en un contexto temporal y espacial concretos y regulan las relaciones ente personas, las posibilidades de su interpretación se pueden sumar a los errores. Y no solo eso, sino que además se puede dar el caso de que esas instituciones sean manipuladas por sus responsables y utilizadas para beneficio propio o de personas afines.

En un estado ideal no harían falta la política ni los políticos. Podemos hacer la declaración de la renta con un ordenador, porque al fin y al cabo se trata de números, pero no juzgar un asesinato ni diseñar un sistema educativo o sanitario como si se tratase solo de unos gigantescos motores. Por eso es necesaria la política, porque hay que corregir los defectos, cambiar y mejorar las leyes y hacer que el deseo y la realidad se aproximen cada vez más, aunque que nunca lleguen a coincidir. Y por eso son necesarios los políticos, que han de ser, primero y ante todo, buenos administradores de lo que hay, y en segundo lugar reformistas que intenten crear nuevos marcos para mejorar las instituciones en pos del bien común. Esto debería ser así, pero da la impresión de que no lo es porque nuestra política se parece cada vez más a un juego de mesa. No sabemos si es el de la oca, el parchís, el Trivial o el Monopoly, pero sí que no es el ajedrez ni un juego muy complejo, porque cada vez los jugadores necesitan menos conocimientos para participar en él.

Los juegos de mesa tienen unas características comunes. El número de jugadores debe ser limitado. Lo mismo pasa en política, porque solo puede haber unos pocos diputados, senadores, concejales y cargos en general. Ese reducido grupo de jugadores aceptan participar en una ficción y someterse a unas reglas para ganar la partida. El premio que pueden conseguir solo le interesa a los jugadores. A los que quedan fuera del juego el premio puede darles igual, ya sea porque no les interese, o porque no puedan tener acceso al él, en cuyo caso envidiarán a los que juegan.

Los juegos son paralelos al mundo real, y lo son sus reglas y sus resultados. ¿Para qué sirve un gol? Para ganar un partido, pero ¿para qué sirve ganar un partido?: para ganarlo, o sea, para nada, si a mí el fútbol no me gusta. Con muchos partidos puedo ganar la liga y con ella una copa. Pero estamos en lo mismo, la copa, o el mundial de fútbol no valen por su valor económico, sino como símbolos en una competición en la que si gano yo, pierdes tú o perdéis todos. Jugar es consustancial a la naturaleza humana, como el gran historiador Johann Huizinga expuso en su libro Homo ludens (1954), y psicólogos y pedagogos saben que jugar es esencial para los niños. No solo para su diversión, sino también para su aprendizaje. Jugar es ser libre, es tener el placer de sumergirse en un mundo imaginario que puede darnos grandes o pequeñas satisfacciones.

El problema es que hay juegos en los que los jugadores pueden ser verdugos de los demás, o por los menos sus dominadores. Se trata de los juegos de la guerra, que llevan a la muerte y la miseria a millones de personas, de los juegos de las finanzas, que puedan llevar a la ruina a personas y países enteros, y de los juegos científicos con experimentos arriesgados en la medicina o en la técnica. En todos, los jugadores activos controlan a los pasivos, a los que no pueden jugar, pero sufren el juego.

Cuando, como ahora, la política es un juego, más similar a la oca que al ajedrez, en el que el bien común, la racionalidad, los conocimientos expertos, quedan cada vez más relegados al margen, el propio sistema político puede entrar en crisis y un país acabar en la ruina. ¿Cómo es ese juego?

Sus jugadores viven en su mundo propio, que confunden con el mundo real, en el que es muy duro vivir, y al que intentarán no volver. Solo piensan en sus jugadas, del tipo “de oca a oca y tiro porque me toca”, y no estrategias alambicadas de los maestros del ajedrez. Como quieren ganar a toda costa no les importa trucar los dados, duplicar o triplicar las cartas y hacer toda clase de trampas, si eso fuese necesario para ganar la partida. La gane quien la gane, ellos siempre se reconocerán entre sí como jugadores en la misma ficción, y a veces en la misma estafa. Y todos piensan que lo esencial es ganar, aunque se puede vivir muy bien jugando sin ganar, porque por eso se cobra.

¿Cómo es ese juego de mesa de la parte de la política que se aleja de la realidad? Lo esencial es aprender a manipular a la gente con dos medios: la información y los sentimientos. La información se manipula no solo controlando los medios de comunicación, que también, sino introduciendo en cada momento los temas y las palabras de los que hay que hablar, lo que es muy fácil cuando los tuits son casi los textos más largos que leen políticos y buena parte del público. Con ellos se pueden crear lemas y palabras que da igual que no tengan sentido, porque, como se repiten, se comparten inmediatamente, y como el lenguaje es básicamente lo que creen en común los hablantes, el éxito estará garantizado.

Podríamos hacer un diccionario de las palabras idiotas: autodeterminación “nacional”, o de lo que usted quiera, binaridad y no binaridad, corporalidad, fluidez, reginalidad (ser reina), resiliencia, sinergias, sororidad, sustentabilidad, transversalidad, que cada día van mejorando nuestr@s polític@s, que tienen niñes, pero que no son diputades, y cualquier día considerarán discriminatorio que no haya tiburonas, ballenos, merluzos, y no se explique por qué los manzanos solo dan manzanas y las patrias son todas mujeres porque son madres y sus nombres son casi siempre femeninos, mientras los de los pueblos son masculinos (Francia, franceses, Italia, italianos).

No importa que estas palabras no signifiquen nada. Lo esencial es que parezcan cultas, técnicas y profundas, y den autoridad y prestigio de sabiduría a quienes ni saben nada, ni quieren aprenderlo, porque solo quieren jugar. Para lo que sirven es para manipular los sentimientos básicos de las personas: amor/odio; generosidad/egoísmo; paz/guerra; tolerancia/intolerancia; racionalidad/fanatismo... Nuestros jugadores saben que para jugar y ganar deben utilizarlos como cebos, porque permiten atraer al público. Puede que sepan que sus palabras no significan nada, si es que saben algo, pero les da igual porque saben que el mejor juego es el juego revuelto y que a río revuelto ganancia de pescadores. Esperemos que al final fracasen en pos de su utopía descerebrada, y que ningún historiador del futuro narre nuestra extinción en un capítulo titulado algo así: “Cuando los insensatos gobernaron la Tierra”.

04 dic 2022 / 01:00
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