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¿Es país para viejos?

    LA visión desencantada que W.B. Yeats tenía de la vejez en Navegando hacia Bizancio, “un abrigo andrajoso pendiendo de un palo”, decía, es propia de quien ha deseado mucho la vida, y de quien ha tenido, también, grandes pasiones y pulsiones de gran belleza, aunque, ay, fracasos amorosos insoportables. A Yeats le salvó una amistad de tanto desamor e indiferencia: la amistad de Augusta Gregory. Pero la vejez era ya tan terrible entonces, aunque menos para alguien de la alta sociedad y la alta cultura como Yeats, tan solitario como aclamado, alguien que, sin embargo, sólo creía en la eternidad del arte clásico, en Bizancio, para salvarse de las grises cenizas.

    Pienso en esto cuando la edad avanza (¡inexorable!), pero con la serenidad de los años, mientras escucho el lamento de nuestra sociedad que envejece sin remedio, y al parecer sin mucho reemplazo. En fin, como se dice ahora: son los datos. Lo contaba ayer este periódico: “Galicia se avejenta a marchas forzadas”. Hemos ganado población recientemente, no demasiada, pero el drama de una sociedad próxima a jubilarse casi en masa no puede obviarse, y el descenso de la natalidad, y de jóvenes que se incorporen a la vida activa, tampoco. Nada nuevo, dirán ustedes. Sí, es algo conocido. Nos lamentamos de ello a cada paso.

    La vejez es fuente de sabiduría (a menudo, al menos es fuente de experiencia), también de más templanza y mesura (al menos, en medio de este vértigo atroz), pero no puede prolongar su participación activa eternamente, ni es lógico que, aun aportando mucho, tenga que añadir más y más años a la edad de jubilación, al menos si no lo desea. Sin embargo, esto es lo que está ocurriendo. Y lo que ha desatado el enfado en las calles de Francia, como Macron sabe. La desestabilización del sistema de pensiones preocupa porque hablamos de uno de los grandes logros de nuestras sociedades. Es el retorno lógico al trabajo de una vida, pero es también un elemento de cohesión, de justicia social, un equilibrio socioeconómico que hay que preservar como se debe preservar el equilibrio de la naturaleza.

    Se prevé que, en 2050, leía en este periódico, haya menos de dos trabajadores por cada pensionista. Ya las cifras son malas en Galicia (mejores en algunos otros lugares) y, en general, las peores coinciden, claro, con territorios que se consideran envejecidos, y también con la llamada España vaciada. Es un asunto vertebral para el futuro del país: la despoblación y el envejecimiento, combinados dramáticamente, pueden echar al traste el desarrollo y la estabilidad, pero eso sucederá, o sucede ya, en casi toda Europa. Va más allá de un tema económico, con ser muy grave. Es mucho más: es, ya digo, un mal que ataca y sacude la estructura misma de nuestra forma de vida, que afecta a los mayores, pero también a los jóvenes, y que repercute en todo.

    China, a pesar de sus cambios en la política poblacional, está también envejeciendo. Y aquí las repercusiones son aún más globales. Ayer, en The Guardian, un reportaje recogía las palabras angustiadas de Fumio Kishida, el primer ministro: cree que el envejecimiento de Japón y la baja natalidad son dos elementos que ponen en grave riesgo a la sociedad nipona. Japón es el segundo país del mundo, después de Mónaco, en lo que se refiere al número (proporcional) de personas que superan los 65 años. Kishida se pregunta si Japón podrá seguir funcionando como sociedad. ¿Nos lo preguntamos nosotros? Deberíamos. Antes de sea demasiado tarde.

    24 ene 2023 / 01:00
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