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España está que arde

    PARECIERA que la política y el clima fueran de la mano. Y también una economía en la que se vislumbran nubarrones en el horizonte, preludio de tormentas. Se da por hecho que las elecciones andaluzas son el inicio de un nuevo ciclo político en España. Aunque es como un mantra que se repite en cada cita electoral, lo cierto es que por su número de habitantes, ocho millones y medio, Andalucía no es una comunidad cualquiera a la hora de influir en el conjunto del Estado, otrora el granero del voto socialista por excelencia.

    Salvo Ciudadanos, a punto de recibir la extremaunción, todos se juegan mucho. Incluso quienes ganen, porque no es lo mismo hacerlo de una manera u otra. Si el PP necesitara a Vox, a Feijóo se le pondrá cuesta arriba su buen comienzo en llano en la carrera hacia la Moncloa. Moreno debiera buscar apoyo en forma de abstención por parte del PSOE o bien, de negársele como es previsible e insinuó, ir a una repetición electoral.

    Arriesga también Abascal. Si tensa demasiado la cuerda algunos de los suyos lo creerían compinchado con la izquierda. Y no digamos Sánchez, quien purgó al sector susanista del partido y no puede permitirse empeorar el flojo resultado. Lo mismo que Yolanda Díaz. Presenta su proyecto en sociedad, pero no sea que muera antes de nacer. Su gira veraniega con el proceso de escucha podría frustrarse.

    Las encuestas pronostican con claridad la defunción de la izquierda, con mayor daño para el PSOE, partido que señoreó Andalucía durante más de tres décadas. En esta ocasión, hasta el CIS de Tezanos coincide básicamente con las demás casas de opinión privadas, lo cual debiera preocupar a Moreno. La única duda de este domingo es sobre la magnitud de la victoria del PP. Abascal, quien seguramente haría suya la frase atribuida a Calvo Sotelo durante la Segunda República de que prefiere una España roja que rota, está en contra del Estado de las autonomías, lo cual no deja de ser contradictorio con su exigencia de entrar en el próximo Gobierno andaluz.

    La temperatura también se dispara peligrosamente en el mundo de la economía. Sobre todo en la cesta de la compra, cuya transitoriedad tantas veces anunciada por el Gobierno se convierte en fenómeno permanente. El encarecimiento de los bienes de consumo y el descontrol de las cuentas públicas pintan un cuadro muy poco halagüeño. Las medidas, primero con los carburantes y ahora con la energía, apenas surten efecto. De momento se salva el empleo, espoleado por la recuperación del turismo, pero veremos cuando pase el verano si no nos encontramos también en lo social con un otoño recalentado.

    En medio de este subidón calorífico generalizado, desde el tiempo a la política, nos encontramos con la excepción gallega, para solaz y disfrute del presidente Rueda. Buena parte del mérito no es suyo, sino de la oposición. No resulta muy creíble echar la culpa a la Xunta de la escalada de precios, la principal preocupación de los ciudadanos, o de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que a bastantes menos importa, por citar un par de asuntos galleguizados en los últimos días. PSOE y BNG tienen el derecho y el deber de exigir a la Xunta lo máximo en lo que atañe a sus competencias, pero también mantener similar posición cuando son de otra Administración. Cada palo que aguante su vela.

    16 jun 2022 / 01:00
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