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¡Feliz año electoral!

Año nuevo, vida nueva. Un dicho que no se cumple en política, donde todos los años parecen iguales, salvo que en algunos, como en este recién iniciado, además de padecer la continua letanía agotadora de los distintos dirigentes que lideran los partidos, también se tiene la oportunidad de votar, es decir, de desahogarse tras lo sufrido a lo largo de la legislatura o de reafirmarse en lo ya expresado hace cuatro años (ya sea por tradición, convicción o masoquismo) o de mandarlo todo a tomar viento y dejarlo en manos de los otros, a los que luego de manera reconfortadora se les echará la culpa de no acertar con el sufragio (porque, obviamente, la tendrán).

Este año por no votar no será, luego ya veremos cuánta gente se decide a hacer uso de este derecho constitucional y cuánta se abstiene –como el Papa Francisco de venir al Xacobeo–, cansada de tanta urna que estos meses le van a poner delante de sus narices. La democracia no es que pueda llegar a cansar (o sí, observen el curioso caso brasileño, donde es una parte importante del pueblo la que se revuelve para pedir una dictadura), pero corre el riesgo de volverse transparente a nuestros ojos de tanto disfrutar de ella. Está ahí y se tiende a pensar que es eterna, como la catedral de Santiago, en la que los compostelanos apenas reparan de tanto verla a diario, pero sólo hace falta repasar nuestra historia para saber que este sistema de gobierno poco asomó la cabeza por nuestras asilvestradas tierras.

Se tiende a repetir, como un tópico más, que las elecciones son la fiesta de la democracia, pero viendo el ánimo con el que los ciudadanos acogen este tiempo de frenesí propagandístico donde te fríen con eslóganes extenuantes, más que una celebración se diría que es la típica ceremonia, como la boda de unos plastas, a la que no se quiere acudir pero uno se ve casi obligado a hacerlo. Si hay que votar se vota, pero cállese ya de una vez o lo dejo plantado en la urna. Cuántos votantes se habrán repetido para sus adentros esta advertencia y cuántos se han atrevido a llevarla a cabo como quien abandona al novio o la novia que le espera en el altar.

A Rajoy lo dejaron compuesto y sin Moncloa, ante la mirada aterradora de Aznar, cuando en 2004 ya había encargado el banquete. Las elecciones son lo que tienen para quien las vive desde el otro lado de la barrera (el profesional), te pueden salir bien o, de golpe, te encuentras a Zapatero bailando el vals nupcial con quien era tu prometida. El convite ya casi vale el mismo, total aquí pagan los de siempre, pero a unos les sentarán mejor las copas y otros se atragantarán con los postres.

Sánchez y Feijóo, felizmente emparejados los dos, tienen en estos momentos el mismo deseo no carnal (no sólo de pan vive el político, sino de todo voto escrutado en las urnas) y saldrán este año a por él, conscientes de que no habrá una segunda anualidad de oportunidades como ocurrió con el Xacobeo de veinticuatro meses que autorizó el argentino Bergoglio y cerró el pastor alemán Ratzinger muriéndose el mismo día en que se tapió la puerta santa. Los sumo pontífices del PSOE y del PP saben que están ante un duelo pautado a doce meses y que será a vida o muerte porque, a diferencia de lo que ocurre con los papas o los reyes, nunca podrá haber dos presidentes de Gobierno.

Pero ni Sánchez ni Feijóo serán muy previsores ante su posible muerte (no carnal) y no programarán sus funerales, sino una alegre bacanal para la que ustedes pronto recibirán sus invitaciones con sus nombres para introducirlos en el buzón de la democracia. Este año, con municipales, autonómicas y generales, para votar habrá que ir primero al gimnasio a ejercitar los músculos. Mens sana in corpore sano, que proponía Juvenal, ¡ojo!, en sus Sátiras (qué falta harían ahora).

Año nuevo y la crispación de siempre. Al menos, podremos votar. ¡Qué nunca nos falten las urnas!

11 ene 2023 / 01:00
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