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Gallego, a mucha honra

    ALGUNOS gallegos nos preguntamos qué extraño designio nos convierte en sufridores de la inquina y el desprecio de personajes derrotados de la política, de gentes que debieran trasladar su resquemor y la amargura de sus expectativas y ambiciones frustradas al cajón de sus fracasos. Y yo, humilde espectador y sufridor colectivo, me pregunto si será la fama –injusta e histórica– de nuestra torpeza, nuestra pasividad ante el insulto o la apelación al silencio despectivo como la mejor respuesta al ofensor.

    Yo en cambio abogo por la réplica certera para recordar a esos desahuciados de la política que los gallegos somos un pueblo cabal y formado, y que sabemos defendernos. Cuando un sujeto amargado aplica el calificativo de “galleguito” a un gallego, sea este quien sea, y además le recuerda que Madrid es mucho para un gallego, nos está insultando a todos, con independencia de la adscripción política de cada cual. Y recordaría a ese insultador que esas ínfulas de superioridad con que adoba sus dicterios entran en flagrante contradicción con ese talante suyo pretendidamente democrático, y que desprenden un repulsivo tufo a elitismo, a casta, ese vocablo que ha manoseado tantas veces.

    Y, llegados a este punto, cuando el insulto alcanza por derivación a todos los gallegos, un observador ingenuo hubiese esperado una actitud colegiada de repulsa desde los diferentes partidos políticos gallegos. Pero no. Ha primado el silencio cómplice y el aprovechamiento del rejón propinado al adversario sobre la defensa de nuestra dignidad.

    Pero tenemos que recordar que este episodio no ha sido el único. Hace años, un día lo fue una política vasca desnortada, que desde su condición de tránsfuga del partido de sus orígenes políticos, acabó arruinando otro que creó a su imagen y semejanza y que para sorpresa de muchos, sigue aspirando a integrarse en otros, sea cual sea su color, tal es la intensidad de su camaleonismo. El desplante que en aquella ocasión nos dirigió fue motivo de alguna carta que otro ingenuo observador le envió, y que, por supuesto, no obtuvo contestación, pese a ser reiterada la misiva. Su mala educación quedó una vez más en evidencia.

    Otra vez la ofensiva vino de otra mujer política que acabaría sentada en el banquillo junto con otros integrantes de una macrocausa judicial de fuerte impacto en Andalucía. En aquel caso el agravio era de talante comparativo en materia de infraestructuras.

    Y sin ánimo de exhaustividad recordaremos a otro político desaparecido de la arena de la especialidad que singularizó su desprecio a nuestra tierra negando el AVE para Galicia. Afortunadamente, es otro caso de fracasado. Su nombre hoy causa indiferencia general.

    La conclusión es que, tal vez en un ejercicio de justicia divina, podría parecer que los hados –o mellor, as meigas– nos protegen de faltones y deslenguados. Les castigan con la más absoluta irrelevancia.

    O serán casos de justicia poética?

    16 nov 2022 / 01:00
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