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Ginebra con hielo

    SEGUIMOS con esa pasión por las fotografías. El otro día, esa dificultad de retratar a Biden y Sánchez, en el pasillo de la historia. Dificultad por lo breve de la exposición, como una carrera de cien metros, no necesariamente lisos. En las últimas horas se buscaba a Aragonès en las proximidades del rey, Felipe VI: los telediarios enseñaban, marcándolo con un circulito, cómo el político catalán aparecía, y luego, sí, la foto ya más oficial, con el presidente de Corea del Sur. Globalización desde lo local, o como se llame eso. El mundo, que es un pañuelo. Los periódicos escribieron que era un deshielo.

    El otro deshielo estaba en Ginebra. Un gracioso dijo: lo de Ginebra puede ser un mal trago. Humor de Arturo Valls. No era tampoco Ok, Corral sino el final del viaje de Biden a la vieja Europa (siempre dicen la vieja Europa): la traca final era ese encuentro con Putin. Ginebra es una ciudad excelente para estas cosas. Cuna diplomática, relax centroeuropeo, subsuelo científico, y, bueno, ese pasado de Villa Diodati, donde Mary Shelley empezó a escribir Frankenstein, la novela que explica nuestro deseo de ser dioses. Incluido el peligro que eso conlleva: ¿qué mejor lugar para una reunión de potencias?

    Ginebra sin hielo, eso es lo que se quería servir. Pero los periódicos titularon que, aunque el hielo se había roto, se advertía que el encuentro había sido frío. O sea, Ginebra con hielo. De nuevo las fotografías lo dijeron todo. Más que los líderes, cuyos discursos no se movieron de lo esperable, las imágenes mostraron ese acercamiento de las manos, decidido como mandan los cánones del lenguaje corporal, como si fuera un choque en el acelerador de partículas de allá abajo, como si la bella biblioteca, ay, con esa bola del mundo entre los dos presidentes (¿se puede cuidar más el decorado?) fuera en realidad un trasunto del desierto de Tabernas, en uno de sus westerns.

    La reunión tenía el morbo de un cara a cara entre dos líderes que se conocen muy bien, que saben de sus destrezas y no ocultan sus desencuentros políticos, aunque se trataba, precisamente, de suavizarlos. O, más bien, de empezar una nueva relación, si es posible. Biden no ha llegado ayer a la política y este viaje ha servido, sobre todo, para enterrar eso que se ha dado en llamar en el lenguaje global la anomalía Trump. Lo que incluye revisar todos los acuerdos, todas las relaciones, todas las agendas.

    Biden ha revertido la agenda Trump, o lo que fuera aquello, lo ha escenificado con claridad estos días en Europa, incluido el toque a Boris Johnson. Y Putin también es consciente que aquel paréntesis un tanto surrealista de la política norteamericana ha llegado a su fin. Porque cuando Trump llegó, Biden ya estaba allí.

    Nadie sabe lo que nos depara el futuro, pero nos va mucho en ello. Por eso no extraña que, en la reunión de Ginebra, más allá de los contenidos (la ciberseguridad, por ejemplo) los medios estuvieran muy pendientes de la foto, de esas manos que debían entrechocarse en el aire ginebrino. Hablaron para volver a hablar. Esa relación no debería empeorar, por el bien de todos. Aunque ahora hay que mirar a Asia. Xi Jinping también estaba allí: los dos lo saben.

    18 jun 2021 / 01:00
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