Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h

Ideólogos, inquisidores y chamanes

Todas las palabras tienen su historia, en la que se ve cómo las personas las han usado para comunicarse compartiendo ideas, expresando sentimientos, y para darse órdenes y controlar el orden social y político. Stalin, que mandaba mucho pero sabía muy poco, escribió un ensayo sobre el lenguaje, que como todos los suyos se convirtió en doctrina de obligado cumplimiento. En él, partiendo de los conceptos marxistas de infraestructura y superestructura, reducidos al nivel de un catecismo, se preguntó lo siguiente. El lenguaje, que es material porque se hace hablando y con sonidos o escribiendo, pero que también es inmaterial, porque las ideas no se pueden localizar en el espacio y el tiempo, ¿es una infraestructura o una superestructura?

La pregunta no era banal, porque si el lenguaje, que parece algo intangible, fuese una superestructura como lo son la religión, el estado o la familia, entonces se podría suprimir. Pero claro, ¿cómo es posible que millones de personas en la URSS fuesen a comunicarse por señas? Parece que no podría ser. En una de las grandes fábricas creadas por los planes quinquenales, ¿se podría trabajar sin alguien que diese órdenes? Parece que no. Y si eso era así, entonces el lenguaje era parte del aparato productivo y por lo tanto sería una infraestructura esencial. Pero claro, en la fábrica saben hablar los capataces y los trabajadores. Los trabajadores son por lo tanto propietarios del lenguaje, pero entonces surge un problema. Y es que los proletarios no pueden ser propietarios de los medios de producción en el capitalismo, porque entonces el capitalismo sería el socialismo, único sistema en el que la propiedad privada no existe porque toda la propiedad es colectiva.

Estaríamos entonces en una contradicción flagrante que Stalin no fue capaz de resolver, porque no podía decir, sin caer en el ridículo, que solo en el comunismo los obreros saben hablar. Este ensayo estalinista es un buen ejemplo de dos cosas: de cómo un sistema filosófico puede morir por esclerosis, y de cómo un dictador y cientos de miles de políticos subordinados a él desempeñan el mismo papel que los sacerdotes e inquisidores del pasado. En el caso personal de Stalin esto es más fácil de comprender porque sus estudios se redujeron a los del seminario, y porque él iba para párroco, o pope ortodoxo. Y aunque no llegó a decir misa, sí que consiguió controlar esa gigantesca iglesia que fue el PCUS, que tenía unos congresos en los que fijaba por votación la doctrina verdadera y condenaba la falsa, como los viejos concilios ecuménicos. Pero eso sí, siempre de acuerdo con las ideas del líder supremo, que era líder porque no se equivocaba y que no se equivocaba porque era el líder.

Hay una palabra que tuvo una curiosa historia, y que llegó a ser fundamental en el pensamiento socialista: ideología. Nació en el siglo XVIII para llamar así a la ciencia que estudiaba las ideas. O sea, algo así como la historia del pensamiento. Y nació en el seno de la Ilustración, que fue un movimiento paneuropeo en el que se intentó que la luz de la razón triunfase sobre las tinieblas de la superstición, representadas por las distintas iglesias, y que el triunfo de las ciencias, las artes y las técnicas, unido al desarrollo de unos sistemas políticos que garantizasen los derechos de las personas, permitiese el nacimiento de regímenes constitucionales, fuesen monárquicos o no. Porque lo esencial de las constituciones es que reconozcan y hagan posibles los derechos de las personas y que todo el sistema de gobierno se rija por la ley.

Fue Marx, que fue un gran pensador que nunca llegó a gobernar a nadie, quien dio un nuevo significado a la palabra ideología. Partiendo de la metáfora de la “cámara oscura”, o sea, de la cámara fotográfica, en la que imagen aparece invertida en la placa, creó Marx su teoría de la ideología. Según ella el mundo real aparece invertido, o por lo menos muy distorsionado en las ideologías. ¿Qué son las ideologías? Pues los sistemas de pensamiento jurídico, político, científico, histórico y religioso que deforman los hechos para construir unas teorías que justifiquen las desigualdades.

El derecho, por ejemplo, consagraría la propiedad como el más importante de los derechos, para amparar a los propietarios con todo el peso y fuerza de la ley. La economía política negaría el papel del trabajo en la producción de la riqueza, afirmando que es el capital el único que puede crearla. La historia describiría a los poderosos, reyes, generales o eclesiásticos como protagonistas, olvidándose de los campesinos, trabajadores o esclavos. Así para los historiadores las pirámides de Egipto serían muestras de la gloria de los faraones, olvidándose de los millones de horas de trabajo necesarias para construirlas y de los conocimientos técnicos necesarios para ello. Y las religiones serían esenciales para ocultar los males del mundo y silenciar el sufrimiento de los oprimidos, a los que se les ofrecería en otro mundo la felicidad que nunca llegarían a conocer en éste.

En un sistema económico como el capitalismo todo el mundo estaría preso de la ideología, que funciona de un modo inconsciente. Y de la misma manera que aprendemos a hablar antes de estudiar gramática, así compartiríamos todos los principios de la ideología del capital sin darnos cuenta de eso. ¿Puede alguien liberarse de la ideología? Pues aquellos que deseen abrir paso a la razón. Pero eso no será fácil porque la ideología lo controla todo, y por esa razón solo la organización de los trabajadores en un movimiento sindical y político que lucha por derrocar al capitalismo y sus perros de guardia: jueces, militares, profesores, sacerdotes, permite que se haga la luz y que la verdad sea accesible en el marco de un partido político destinado por las leyes de la historia a gobernar al conjunto de la sociedad, por su bien.

Marx fue un abogado y filósofo, un trabajador inagotable en el campo intelectual, pero nunca trabajó como asalariado. Engels era hijo de un capitalista en cuyas fábricas trabajaban los proletarios verdaderos. Pero como ambos eran militantes comunistas creyeron poder ser inmunes a la ideología. Del mismo modo, S. Freud, más un gigante del pensamiento que un gran médico, estableció que nadie podía psicoanalizarse a sí mismo, excepto él, que interpretó sus propios sueños en su libro sobre el tema. Cuando él y su discípulo Jung se tiraban los trastos a la cabeza, cada uno psicoanalizaba lo que decía el otro para descalificarlo, para no ver que de lo que se trataba era de la vieja historia del discípulo que quiere descabalgar al maestro y del maestro que se enfada por la traición del discípulo.

Marx y Freud eran ateos, ateos judíos y no musulmanes. Cada ateísmo depende de la religión que critica. Por eso el ateísmo europeo es un ateísmo cristiano, y el dios que niega es su propio dios. Hasta mediados del siglo XVII Europa se llamaba a sí misma la Cristiandad, como el mundo musulmán se llamaba el Islam. A partir de entonces, y debido a las guerras de religión entre cristianos, se llamó Europa. Fue Europa una civilización que se quiso basarse en la crítica de sí misma, con lo que consiguió que avanzasen los conocimientos, mejorase la economía y mayores cotas de libertad. Pero llevaba un demonio dentro, y es que, como decía Nietzsche, si se escarba un poco, bajo la piel de un filósofo alemán aparece un pastor protestante.

Los ideólogos marxistas que combaten las ideologías: capitalista, machista, colonialista..., unas veces saben combatir ideas, aunque eso es el privilegio de los pocos que estudian y saben. La mayoría de ellos, como Stalin, no saben, pero pontifican, y cuando mandan censuran, controlan y se comportan como los viejos inquisidores.

Los inquisidores, como Sprenger y Kramer, autores del famoso Malleus maleficarum o “Martillo de brujas”, se comportaban como una especie de paranoicos. No en vano Freud consideraba que el delirio paranoico, la filosofía y la religión tenían cosas en común: eran sistemas de ideas cerrados, irrefutables por los hechos, y que hacían que se mantuviese una vigilancia constante, como la del paranoico con sus miedos, ante las amenazas del diablo, la herejía, o las eternas conjuras del capitalismo, del nacionalismo enemigo -el nacionalismo propio siempre es inocente- del colonialismo, el machismo, o del capitalismo global.

Nadie puede encontrar lo que no busca, pero sí es muy fácil encontrar lo que se quiere. Y eso hacen los ideólogos de todos los colores, los inquisidores y los líderes espirituales, que guían a las almas en sus viajes, como los antiguos chamanes, gracias a su superioridad espiritual que les permite entrar en contacto con los almas de los muertos, o los dioses y espíritus, o las leyes de la historia. Y lo hacen dando órdenes, imponiendo sacrificios y convirtiendo en paranoicos en estado de alerta a sus conciudadanos.

Sprenger y Kramer creían que las brujas robaban los sistemas genitales de los sacerdotes, que tenían vida propia, y que los criaban en nidos de árboles como pollos (el juego de palabras en castellano es muy fácil). Así los sacerdotes se quedaban impotentes. No se preguntaron estos inquisidores por qué al clero le importaba tanto una potencia sexual que no debería utilizar. Pero de todos modos torturaban a las pobres mujeres acusadas del robo hasta que les dijesen donde estaban los nidos y devolviesen estas extrañas aves a sus legítimos propietarios. Estamos ante un delirio, pero un delirio con víctimas femeninas.

Cada delirio colectivo crea sus propias víctimas. Y lo hace porque sus inquisidor@s, siempre vigilantes, detectan al eterno judío oculto, al traidor a la patria, al pérfido capitalista, o al repugnante machista real, de los que hay cientos de miles, por cierto, y al machista imaginario, desempeñando a veces el mismo papel que Sprenger y Kramer obsesionados por la búsqueda de los penes perdidos.

15 ene 2023 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
TEMAS
Tema marcado como favorito
Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.