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Inaugurar el verano

    ESTA madrugada habremos inaugurado el verano, si no he confundido el calendario. Tengo cierta nostalgia de este solsticio que me solía encontrar en algún festival de poesía, casi siempre en Irlanda, celebrando el estallido de la naturaleza, los bólidos celestes incendiando la noche, el club de los poetas vivos en ese abrazo de los recitales emocionados y la cerveza negra, con todos finalmente pendiendo del cuerno largo de la hoguera.

    Digo nostalgia porque el virus interrumpió la fascinación poética, y tantas otras fascinaciones. Dejamos de viajar. Mis queridos poetas, los y las, me hablan de sus versos en la soledad pandémica, de las estrofas enmascaradas.

    Aquí mismo, ay, tengo las ‘Sílabas de la peste’ de Lupe Gómez, y ‘Contra Natura’, de Daniel Asorey, que ganaron ex aequo el González Garcés. Hablaremos de ellos, claro, no me olvido, pero sé que otros muchos han encontrado cierto lugar para el relumbre solitario de las sílabas contadas. No en la tristeza, para qué llorar, sino en ese alejarse del mundo que, sin embargo, esta noche vuelve a estallar con todos sus meteoros, que diría mi añorado Antonio Pereira: prometiendo al fin liberación y rostros humanos.

    Este es un verano muy querido, como se dice de un hijo. En realidad, lo necesitábamos desde el invierno. Me gusta la nieve y su memoria, yo también soy de la estirpe de los pastores de ganado, pero el verano es la promesa de una necesaria redención, un regalo sin interés ni hipocresía, porque la naturaleza está muy por encima de nosotros y de nuestras cuitas.

    Nos merecemos la posibilidad de un verano, no sólo azul y cálido (dicen que cada vez más cálido...), sino la posibilidad de pasearnos a cuerpo. Las ideas terminan por oler a encerrado. Aunque sé que muchos han escrito bajo la fascinación de un flexo, desde la velocidad de los balcones. ¡Tenemos una generación de poetas guerreros y enmascarados, héroes en la oscuridad!

    Pero ahora, llega la desnudez de las playas. Tiempo para la redención de los cuerpos torturados por la desolación y el desamparo. Tiempo para desprendernos de la gélida mano de la tecnología que mece ya nuestra cuna... Necesitamos la libración de las dunas, los vientres abombados de la noche, la luz de plata acuchillando el mar. El verano, este verano que comienza, debería ser un principio y un final. Recuerdo que el solsticio era un umbral, no una metáfora: al atravesarlo nos visitaban los rostros alegres de otro tiempo, cuando nada importaba más que el festín y el amor.

    No creo tampoco que lo que dijo Sánchez fue que pusiéramos en marcha el verano con su siembra de estrellas, cuando anunció, con una sonrisa para las cámaras, que las máscaras caerán en breves días como cae una piel vieja. Pero sabe que ese lugar en el que se hermana la noche calurosa y el cuerpo sin afeites, quizás envueltos en aceite como guerreros antiguos junto a las piscinas de mosaicos con delfines azules, ese lugar en el que vuelve el perfume de la carne y de la risa, es lo más parecido a la liberación.

    Estas noches estaría, como tiempo atrás, en las riberas de Waterville, con mi amigo Antonio de Toro, compartiendo la fiesta poética de Paddy Bushe, recorriendo las playas donde un día puso su pie Amergin, o tal vez no. Pero la luz que ilumina ese mar, el que recorrió en sentido inverso al druida Danny Sheehy, para morir en la boca del Atlántico, la luz que ilumina el ‘Primero Villar’ de Xosé Iglesias, nos salvará de nuevo. Esta es mi invocación en la noche de los meteoros: que hoy comience la reconquista de la luz perdida.

    21 jun 2021 / 01:00
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