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Inversión de poderes

OCURRIÓ en Pontevedra. Fue hace 27 años. Él era un imberbe periodista de radio. Su redactor-jefe le había encargado que cubriera la vista oral del juicio abierto contra una banda de atracadores albanokosovares, a raíz de sus numerosas fechorías. La primera sesión del litigio se dirimiría en los desastrados –nada que ver con el imponente y moderno edificio de hoy– juzgados de A Parda.

Salió de la redacción como una bala. Su juventud, su afán por agradar y sus ganas de comerse el mundo (antes de que el mundo se lo comiera a él), llevaron al manzanillo al tribunal de justicia media hora antes de la hora señalada. Tan pronto, que ni siquiera había llegado ningún colega. Así que tocaría esperar.

Por aquel entonces el novel plumilla gozaba de un resplandeciente estado, tanto físico, como mental, por lo que su imaginación se mantenía permanentemente excitada, en una vigilia 24/7, que dirían los modernos.

Pero, ni de la inventiva de Franz Kafka, doctor en Leyes y autor de El Proceso, habría surgido una escena como la que estaba a punto de presenciar. Accedió al edificio. Nada más abrir el pesado portón metálico de rejas negras, tras cruzar el umbral, se topó con un alargado pasillo gris –en todos los aspectos–, contiguo a la vetusta sala de vistas, cuya entrada de madera noble permanecía cerrada. Y allí en medio, con un vocerío protagonizado por varios actores, que gesticulaban acaloradamente.

Se acercó a un tipo con pinta de pasante y le preguntó qué sucedía.

En el interior de la sala, le contó, acababa de tener lugar una vistilla. Se dilucidaba el futuro inmediato de un vecino del rural de unos 60 años que, a la salida de un club de alterne –como los que frecuentaba también el escritor bohemio– y con muchas copas de más, había arrollado a un guardia civil que le había dado el alto en un control. El individuo, que por su aspecto no era precisamente un comensal de El Bulli, se había dado a la fuga. Con toda la tranquilidad del mundo, había aparcado el coche delante de su casa y se había ido a dormir. Pese al agente malherido.

Pues, ahí estaba. Enfundado en aquella blazer negra que les ponen a los reos para que parezcan buenos y que, sin duda, a él le era inédita. Escuchaba atentamente a su abogado, aunque su rostro revelaba que no comprendía ni papa.

El juez les había dado unos minutos para valorar su oferta. El letrado llevaba la toga sin atar y dos botones de la camisa desabrochados, mostrando parte del pecho. Tenía el pelo desarreglado y largo, por lo que sus guedejas se movían a un lado y al otro, a la par que los extremos de su capa negra, mientras se desgañitaba. A dos centímetros de la cara de su cliente, en tono displicente y macarra, le voceaba:

- Pero, ¡coño!, ¿es que no lo entiendes? ¿No escuchaste lo que dijo dentro el juez?

El hombre no dijo ni mu. Se quedó boquiabierto y carifruncido, en señal de cerrazón.

Entonces, un sujeto que esperaba su turno ante el juez sentado en un banco de madera –como de iglesia– del corredor, decidió intervenir. Por su delgadez extrema, su prematura vejez y su jerga carcelaria, era evidente que había pasado por el infierno de la droga... y que también conocía a muchos funcionarios de prisiones:

- ¡Que sí, tío!, le dijo al otro inculpado. ¡Que, si no tienes antecedentes y aceptas los seis meses, no vas a la trena!

Para ilustrar su argumento, incluso, se permitió el lujo de citar algunos artículos del Código Penal, cuyo dominio parecía superar al de muchos legisladores y juristas.

Así que ya teníamos la escena completa. Un acusado, tosco como el tronco de una encina, pero carente de vocación como delincuente. Un abogado que, por su look y por su lenguaje, bien podría haber pasado por un recién egresado de la cárcel. Un veterano caco, toxicómano, al que su sapiencia legal –nada como la experiencia en primera persona– podría haberle confundido perfectamente con un letrado. Y al lado, el juez considerado como más duro de Pontevedra, facilitándole las cosas a aquel bruto incauto para que no terminase entre rejas.

El joven periodista no salía de su asombro ante tamaña inversión de poderes.

De haber sido hoy diríamos que era una metáfora certera de lo que sucede en nuestras instituciones: un Ejecutivo que quiere ser también Judicial; un Judicial que a veces quiere gobernar; y un Legislativo que ejerce a la vez como Ejecutivo y Judicial.

Aquella mañana, el informador –que por cierto era yo– supo que, en sus próximos años de profesión, aprendería mucho más observando lo que sucede en los pasillos, entre bambalinas, que lo que algunos nos quieren mostrar desde las tablas.

05 ene 2023 / 01:00
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