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Irán y el ejército fantasma (I)

Las victorias y derrotas en la guerra pueden depender de muchos factores: de la superioridad del enemigo; de circunstancias adversas o favorables de diferentes tipos, climáticas, económicas, sanitarias; de los juegos de las alianzas políticas y de las circunstancias internas de cada país y cada ejército, que pueden hacer que desaparezca la voluntad de combatir, que el ejército se quede sin recursos, o que se le asigne el mando de las unidades a oficiales y jefes incompetentes.

Pero existen también otra serie de factores que han sido estudiados por diferentes tratadistas militares, y que pueden resultar muy útiles para contestar a esta pregunta: ¿qué pasó con los soldados de las “fuerzas de seguridad”, o el antiguo ejército de la República de Afganistán? Está claro que fueron desmovilizados en parte, que otra parte desertó y que sus armas y equipos les fueron entregados a los talibanes por orden de sus superiores. Y está claro también que ese ejército hubiese podido contener a los talibanes, si no estuviese minado por la corrupción, si hubiese estado bien dirigido y no hubiese abandonado a sus soldados dejándolos sin municiones, no pagándoles su sueldo, ni atendiendo a los soldados heridos, ni recogiendo los cadáveres de los caídos. Los factores internos parecen claros, pero lo que es muy difícil de entender es por qué Occidente, EE. UU. y la OTAN, ahora tan envalentonados con un Putin definido como la encarnación del mal, cometieron el inmenso error de dejar abandonado, tras veinte años de ocupación, un país en el que habían invertido cientos de millones de dólares y al que habían contribuido a mejorar.

Podemos utilizar diferentes tipos de explicaciones. La primera de ellas sería la incompetencia militar, así definida por el general Norman F. Dixon (Sobre la psicología de la incompetencia militar, Anagrama, Barcelona, 1977). Se llama incompetencia militar al hecho de que un alto mando tome decisiones estratégicas, ya no solo equivocadas, sino claramente estúpidas, como las ocurridas en la guerra de los Bóer, la de Crimea, el desarrollo de casi toda la I Guerra Mundial, cuyo ejemplo más asombroso fue el desembarco en Gallipoli, o lo ocurrido en la II Guerra Mundial con la caída de Singapur o la operación aerotransportada en Arnhem, llevada a cabo negándose a ver la información aérea sobre la localización de las unidades alemanas.

Estos errores tan garrafales se explican según Dixon porque muchos mandos son excesivamente rígidos, quieren hacer la guerra presente imitando la anterior, y además poseen un sentido de la disciplina que a veces raya en el sadismo con sus propios soldados, a los que en gran parte desprecian y maltratan, como cuando eran castigados con latigazos, tal y como ocurrió en el ejército inglés hasta fines de la II Guerra Mundial. Si a ellos añadimos que pueden luchar tropas procedentes de colonias, como las de la India o África, o excolonias, como Australia, y también tropas de diferentes religiones o razas, como los “negros” en el ejército de los EE. UU. desde la Guerra de Secesión, que formaron unidades segregadas, o los argelinos, tunecinos y marroquíes en el caso del ejército francés, entonces comprenderemos cómo ese desprecio de tipo racista, en este caso, incrementa el desdén hacia la tropa, llamada “chusma” en los ejércitos del siglo XVIII.

Este desprecio hacia los pueblos de Afganistán, sus lenguas y sus culturas, estuvo presente en la época de la ocupación soviética y en la de la ocupación occidental, lo que llevó a cometer errores, por negarse aprender las lenguas del país y fiarse exclusivamente de los intérpretes; a castigar a aldeas y zonas enteras en actos de represalia por ataques terroristas, recurriendo a bombardeos indiscriminados desde gran altura, que llegaron al paroxismo con el asesinato con un dron de un colaborador del ejército norteamericano y su familia, cuando estaban pendientes de su evacuación en Kabul. Y culminó cuando se decidió abandonar el país en una retirada vergonzosa, que nada tuvo que ver con la retirada organizada y planificada por la URSS, que salió derrotada de Afganistán, pero con la cabeza alta.

El desprecio racista y etnocéntrico se unió en este caso a otro factor, al que el general H:R. Mc. Master (Dereliction of Duty, Harper Collins, New York, 1988) llamó en su tesis doctoral sobre la guerra del Vietnam negligencia en el cumplimiento del deber militar. Se da esa negligencia cuando se toman a sabiendas decisiones estratégicas erróneas o equivocadas porque a lo que se le da más peso es a los factores políticos, sobre todo a los factores electorales. Así se acumula error tras error, se posponen decisiones imprescindibles, y se acaba por crear una situación sin salida que desemboca en la derrota militar y el fracaso político, cuando el sistema colapsa y se hace insostenible.

Es evidente que este segundo factor también se dio en Afganistán, pero a él se añadió otro nuevo: el militarismo civil, que puede ir unido al cálculo económico y hacer que unos políticos, a veces de extracción universitaria en los campos de las ciencias políticas y la economía -políticos que suelen defender intereses empresariales muy claros-, planean una guerra como un negocio, siendo más irracionales y belicistas que los militares.

Esto es lo que ocurrió con la invasión de Irak, como ha señalado Thomas E. Ricks (Fiasco. The American Military Adventure in Irak, Penguin Pres, New York, 2006), que curiosamente es el historiador oficial del cuerpo de Marines. Señala Ricks que esa invasión fue desaconsejada por todos los mandos militares, que advirtieron de su falta de viabilidad, que pidieron tropas que se les negaron, atacando con solo dos divisiones, en vez de cuatro, que fueron engañados haciéndoles creer que había armas de destrucción masiva, a sabiendas de que era mentira, y provocando el caos en Irak, cuando el gobernador Bremer -profesor de ciencias políticas- hizo todo lo contrario a lo aconsejado por el teniente general Sánchez, que le advirtió de que si se licenciaba al ejército y la policía, se despedía a toda la función pública, para comenzar de cero, en un país con el 91% de paro y los arsenales abiertos, porque se ordenó a los soldados ocupantes que no entrasen en ellos por las armas químicas, se convertiría en un desastre en el que diferentes empresas hicieron grandísimos negocios.

Los militaristas civiles, cuya mentalidad fue estudiada por Alfred Vagts (A History of Militarism. Civilian and Military, Free Press, New York, 1959) consiguieron que un país en el que no había terrorismo se convirtiese en un nido de terroristas, llevaron a su ejército propio a sufrir un número de bajas similar a las de Vietnam, endeudaron a su país en casi un billón de dólares, y lo mejor de todo, consiguieron que todo un ejército profesional desmovilizado acabase por reorganizarse bajo una ideología política, el integrismo islámico, que estaba ausente de Irak, formase el ISIS y acabase por formar casi un estado exportador de petróleo a Europa en el norte de Siria. Estado que perduró hasta la intervención indirecta de Rusia en la guerra civil siria. Fue este estado una consecuencia de las “primaveras árabes”, promovidas por la presidencia de Obama y Biden, que fracasaron en casi todos los casos, y dejaron unos 500.000 muertos y heridos en Siria y casi seis millones de refugiados, a los que habría que sumar los muertos en Irak, o los 377.000 muertos de la guerra de Yemen, junto con los posteriores de Afganistán (85.000 talibanes, unos 80.000 civiles, unos 80.000 soldados del ejército regular, y unos 4.000 soldados de la OTAN y los EE. UU.

No tendría sentido ahora hablar de los muertos por la guerra o el hambre en Somalia, Eritrea, y en otros países africanos, porque, como dirían los militaristas civiles de ahora que amenazan con “exterminar a todo el ejército ruso” en palabras de J. Borrell, de desatar el Armagedón nuclear, en palabras de J. Stoltenberg, J. Biden o A. Blinken, ya sea en Europa o en China y Taiwán, al que visita Nancy Pelosi actuando como si fuese el Secretario de Estado y la encargada del Pentágono y la política exterior: “Es que esos no son como nosotros”.

Lo que pase en África no importa, “porque ellos no son como nosotros”, pero los ucranianos sí, afirmaciones que el Papa Francisco no ha dudado de calificar como racismo. Sí que le importa a los militaristas civiles, quienes monopolizan la información sobre Ucrania, lo que pase en China India o Rusia, porque eso es importante económicamente.

Pero, ¿qué le pasó al ejército afgano, dónde están la mayor parte de sus casi 200.000 soldados? Pues una gran parte de ellos viven, junto a sus familias, refugiados en Irán. ¿Y qué está pasando allí?

13 nov 2022 / 01:00
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