Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h

La autonomía universitaria y la quimera española

La fundación de la universidad de Berlín por W. Von Humboldt a comienzos del siglo XIX se considera como el acta de nacimiento de la universidad actual. Esa nueva universidad estaba organizada en torno a la idea de la ciencia, y su desarrollo fue posible porque se establecieron dos principios: la autonomía y la libertad de cátedra. Según ellos cada profesor, que debía ser además un creador de conocimiento original, debería disponer de los medios y la libertad para poder cumplir su misión sin interferencias del poder político, ni de la censura de ninguna clase. Con eso se lograría que las universidades dejasen de ser meros instrumentos de los poderes de todo tipo, al reconocerse la existencia del campo académico como tal.

La historia de las grandes universidades alemanas fue en gran parte la de sus profesores, a veces sacudidos por el poder político, pero siempre reconocidos como tales. Este no fue el caso de las universidades españolas de los siglos XIX y casi todo el XX, en las que las figuras de los grandes autores, pensadores y científicos apenas tuvieron encaje, y en las que los zarpazos de la historia y la política limitaron su desarrollo. Podremos ver muy bien esto en el caso de tres grandes figuras de la filosofía española y de lo que para ellos supuso la Guerra Civil.

Comenzaremos con Miguel de Unamuno. En su caso, como en los siguientes, no se trata de analizar su obra, sino su actitud ante la Guerra Civil y el golpe del Estado y su compromiso moral como intelectual. La vida de Unamuno fue una clara muestra de independencia intelectual y compromiso moral y político. Fue autor de una extensa obra literaria en los campos de la novela y la poesía, de una amplísima obra periodística y de un pensamiento filosófico original en libros como El sentimiento trágico de la vida.

Su pensamiento tenía un componente cristiano, desarrollado de un modo muy personal, y políticamente se sintió siempre identificado con España como referente, oscilando sus ideas políticas entre el socialismo y el liberalismo. Su línea personalísima quedó clara en algunos títulos de sus libros, como Contra esto y contra aquello, y defendió sus ideas en la prensa, en la que llegó a ser considerado un referente para todo el país, desarrollando el papel de un intelectual irreductible. Fruto de sus críticas al rey Alfonso XIII, y sobre todo al dictador Primo de Rivera, fue su condena al exilio en Fuerteventura, y luego su compromiso por la instauración de la II República y la posterior crítica a su evolución en el año 1936.

Cuando estalló la guerra Unamuno se mostró a favor de los sublevados, creyendo que iban a restaurar la legalidad republicana y a frenar los excesos del Frente Popular, por lo que fue destituido de su cargo como rector vitalicio de la Universidad de Salamanca por parte del gobierno republicano. Los sublevados lo repusieron en el cargo y él, que era muy consciente de su valía y su prestigio nacional e internacional, creyó que podría influir intelectualmente en algunos de los militares alzados en armas, como en el caso del general Franco. Pero, poco a poco, entre julio y octubre de 1936, vio que no era más que una figura decorativa. Las detenciones y ejecuciones comenzaron a sucederse, entre ellas las de algunos de sus mejores amigos, y comprobó que no tenía capacidad de intercesión.

Al llegar la apertura de curso tuvo lugar su enfrentamiento verbal con Millán Astray, y además pudo comprobar cómo otros profesores, mucho más mediocres, fanáticos y reaccionarios, comenzaron a hacerse con el control de la universidad. Unamuno, que había donado su biblioteca a su universidad, fue cesado como rector y se le prohibió entrar en la biblioteca; sobrevivió hasta diciembre de 1936. Cuando se produjo su muerte los falangistas de la ciudad se apoderaron de su cadáver para tributarle un homenaje como el intelectual que había apoyado el golpe de Estado.

El caso de Miguel de Unamuno es una buena muestra de la impotencia de los verdaderos intelectuales en la vida política española, de una vida sembrada de corrupción, incompetencia y la división social, que hizo de España un país cainita. Por suerte para Unamuno la muerte le libró de contemplar el siniestro espectáculo del mundo que vino después.

En ese mismo momento Ortega y Gasset fue sorprendido por el golpe en zona republicana. No mostró apoyo a los alzados, aunque sí claramente uno de sus hijos. Por consejo de su colega y amigo José Gaos, decidió marcharse a París, pues Gaos le había informado de que los comunistas querían matarlo por considerarlo inspirador de José Antonio Primo de Rivera. No hay duda de que José Antonio lo había leído, como miles y miles de personas en España, Europa y América, pero tampoco la hay en que él no fue organizador en modo alguno ni de la Falange ni del golpe de Estado. Después de su estancia en París, Ortega pasó años en Sudamérica y no consiguió, al contrario que otros filósofos del exilio europeo, un puesto en las universidades inglesas o norteamericanas, por lo que, acabada la guerra mundial decidió volver a España. El retorno de Ortega fue una maniobra política del régimen, que, tras la derrota del fascismo y el nazismo, quería comenzar a dar una nueva imagen internacional. Se le repuso en su cátedra, pero se le impidió dar clases, y sobrevivió intelectualmente creando un Instituto de Humanidades que era poco más que una plataforma personal para él y su discípulo Julián Marías.

Ortega solo reconoció como discípulo directo suyo a Julián Marías, a quien se le impidió doctorarse con una tesis sobre el Padre Gratry, y que consiguió sobrevivir con tanta dignidad como pocos medios en el Madrid de la posguerra, una ciudad en la que hasta Ramón Menéndez Pidal no fue bien visto por quienes controlaban la cultura y la universidad de esos momentos. Y es que en el Madrid de la posguerra los mediocres quisieron, y muchas veces consiguieron, dejar en la sombra a los más brillantes, y los indecentes arrasaron y se hicieron con el control de casi todo.

Otra buena muestra de ello es la peripecia vital de Xavier Zubiri, catedrático de Historia de la Filosofía en Madrid en el año 1936. Zubiri era sacerdote y eso le libró de la guerra, consiguiendo refugiarse en la Ciudad del Vaticano. Tras 1939 volvió a España, pero no se le repuso en su cátedra porque se había exclaustrado y luego casado con Carmen Castro, hija de Américo Castro. A cambio de su cátedra se le ofreció la de Barcelona, en donde impartió clase unos años, antes dejar su plaza de catedrático porque consideraba irrespirable el aire de una universidad cuyas clases debía comenzar con el grito de ¡Viva Franco y Arriba España!

Zubiri sobrevivió haciendo traducciones y dando unas conferencias en la fundación del Banco Urquijo, a las que asistía puntualmente un inspector de la Brigada Político Social que probablemente se quedaba dormido al oír la primera palabra en griego. Zubiri era un filósofo muy técnico y un gran metafísico, y además continuó siendo creyente y no renegó de su religión de origen, pero aun así siguió siendo políticamente sospechoso.

Ortega murió relativamente pronto de un cáncer de hígado y su obra perduró, quedando como el gran símbolo, a veces el único, de la cultura de la preguerra. Fue y sigue siendo valorado, pero en España comenzó a caer en un relativo olvido desde los años setenta ante el auge de la filosofía analítica, el marxismo, el posmodernismo y ante el rebrote de los nacionalismos. Zubiri le sobreviviría por muchos años, quedando en un lugar muy discreto debido en gran parte a la dificultad de su filosofía, pero también a su falta de oportunismo y arribismo. A Julián Marías se le nombró catedrático extraordinario de la Universidad Complutense como desagravio y también Senador por designación real en la primera legislatura.

Las universidades de la posguerra estuvieron fuertemente controladas políticamente y cayeron en manos de profesores por lo general mediocres, y consecuentemente mezquinos. Los que hubiesen podido ser grandes profesores, similares a los alemanes, conocieron esta triste suerte. Con la Ley de Autonomía Universitaria la universidad española comenzó a transformarse poco a poco en algo similar a las universidades europeas en medios, dotación de plazas y organización. Pero se confundió la autonomía científica y la libertad de cátedra con la intriga y el control político de la universidad, que cada vez ocupó más el tiempo de los profesores. Si a ello unimos la implantación de sistemas burocráticos del control de las formas de todo y el contenido de nada, tendremos la universidad actual, en la que la mediocridad es la meta a lograr, para así destacar en un mundo rígido, uniforme, fuera de la realidad, y en el que cada vez más profesores son felices, reconociendo su borrosa silueta en sus espejos de plomo.

07 nov 2021 / 01:00
  • Ver comentarios
Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
Tema marcado como favorito