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La carrera de las ratas

Una gran parte de las cosas que decimos nos resultan comprensibles porque están en un determinado contexto. Por eso en una cafetería uno solo no es una persona solitaria, sino un café. De la misma manera cada grupo o cada institución crea una serie de palabras y frases hechas, en las que las palabras corrientes adquieren un nuevo significado que solo es comprendido por sus miembros. Este es el caso de la expresión la carrera de las ratas, que nació en las universidades norteamericanas y ahora su usa en las españolas para designar a un nuevo tipo de personajes académicos que se caracterizan por ser muy competitivos, muy poco solidarios y demasiado convencidos de sus propios méritos. En su caso no se les podría aplicar esa conocida frase de Oscar Wilde que decía que el narcisismo era la única forma del amor sexual en el que a uno no pueden engañarlo, porque en la carrera de las ratas los corredores acaban perjudicándose a sí mismos.

El protagonista de la académica carrera de las ratas podría ser quizás pomposamente bautizado como Homo ratonensis, de la misma manera que a nuestra especie se le denomina Homo sapiens, y como también hacen los economistas cuando crean la noción de Homo economicus para intentar comprender la conducta de los agentes racionales en el mundo de los mercados. En aras a la brevedad, y siguiendo su pasión por las siglas, llamaremos a nuestro protagonista genérico sencillamente R.

Todas las instituciones se interrelacionan, y por eso el mundo académico evoluciona a la par que los mundos económico, político y social. De ellos va a tomar de modo inconsciente o automático sus modos de conducta y sus formas de razonar, pero el mundo de los Rs se va a distinguir de su entorno en que es una especie de pecera que les permite vivir en buena parte al margen, o en paralelo, a la realidad, de tal modo que se cumpla la vieja definición de las paralelas como dos rectas que “por mucho que se prolonguen nunca se encuentran”.

El mundo actual está dominado por la competitividad sin freno, por una pérdida cada vez mayor de la capacidad de sentir empatía ante el sufrimiento de los demás, por la pérdida acelerada de los conocimientos y de la capacidad de razonamiento y argumentación que hace posible que podamos ver el mundo a distancia, con una cierta perspectiva y de un modo objetivo. Y, como consecuencia de todo esto, por un incremento del narcisismo que casi ha conseguido que el principio de la realidad desaparezca ante el ascenso del principio del placer. Ese narcisismo lleva a una constante autoafirmación de las personas individuales y a una incapacidad de sufrir la menor frustración. El mundo actual es el mundo de los sujetos supuestamente soberanos que conviven en un medio en el que apenas pueden decidir casi nada, pero que se sienten felices viviendo de acuerdo con su principio “cada uno contra el otro”, sin darse cuenta de que ese principio tiene una segunda parte que se formularía así: cada uno contra el otro y el mundo contra todos.

A vivir en un mundo así le llamó el viejo Marx vivir en un mundo alienado, y muchos filósofos anteriores, y muchas religiones, denominaron a ese mismo fenómeno vivir en la ceguera. Marx creyó que solo el conocimiento y la ciencia podrían liberar a la humanidad de esta alienación. En muchas religiones y filosofías a eso mismo se le llamó redención, señalando que la plenitud de la vida individual solo podía conseguirse a través del reconocimiento mutuo con los demás. Por eso no deja de ser curioso comprobar cómo la carrera de las ratas se expande como una plaga en las instituciones que han recibido la misión de preservar, difundir y crear el conocimiento y de hacer que brille más la luz de la razón. Y que también han de promover y sacar a la luz los valores que nos hacen humanos, los valores morales; los más negados en la carrera de las ratas.

El día que R descubrió la universidad y decidió que quería vivir en ella, o mejor, que quería vivir de ella, se dio cuenta de que si quería sobrevivir, debería aprender una serie de estrategias que, como agente racional de la carrera de las ratas, le permitiesen siempre obtener los mayores beneficios con los mínimos esfuerzos. No se trataría de descubrir esa mano oculta que según Adam Smith regulaba el mercado y permitiría lograr el mayor bien para el mayor número de personas, sino precisamente de todo lo contrario. La ley que regula la carrera de las ratas se rige por el principio: “mi beneficio tiene que ser tu perjuicio, y cualquier beneficio ajeno puede ser para mí una amenaza, o un peligro”.

La ley de la oferta y la demanda se compensa con la existencia de los sentimientos morales, de acuerdo con el propio Adam Smith. Esto es lo que hoy reconocen la mayoría de las constituciones, cuando hablan de una economía social de mercado, y lo que defienden los filósofos políticos y la mayoría de los pensadores religiosos, y lo que, de un modo u otro, intentaron poner en práctica el judaísmo, el cristianismo y el islam con sus instituciones de ayuda y asistencia. Pero ese principio no puede ser viable en la carrera de las ratas. En ella, lo primero que se dice es que las universidades no son instituciones caritativas ni de asistencia, a pesar de que los principios jurídicos que las definen, cuando son públicas y están financiadas con dinero del estado, dicen exactamente lo contrario.

Para R es lo contrario lo que es cierto. Las universidades solo han de buscar el conocimiento y para eso tendrán que basarse en la más dura de las competiciones. Y es como resultado de esa despiadada competición en la carrera de las ratas como por arte de magia se devuelven con creces al bien común, en concepto de “retorno invisible y no tangible”, los caudales recibidos.

Las personas que no son R, muchas de las cuales, por suerte, siguen trabajando en y para la universidad, saben de sobra que esto no puede ser así, no solo porque va en contra del sentido común, sino porque supone una negación de la propia realidad. Pero hay un problema, del que los Rs se benefician claramente. Y es que esos buenos profesores y profesionales, y también los mejores de los alumnos, parecen haber desaparecido. ¿Dónde están? ¿Por qué están callados y parece que ya no se escuchan sus voces, sus risas, y ni siquiera sus susurros? Si creen firmemente en los valores que definen a la universidad, ¿por qué parece que no quieren luchar ya por nada ni por nadie, ni siquiera por sus alumnos? Y ¿qué les pasa a nuestros estudiantes? Parece que les importa tan poco su universidad que ni siquiera se molestarían en quemarla, metafóricamente hablando, claro. Y es que también dicen: “¿total para qué, si en el mundo real, al final, hay que vivir pisándose los unos a los otros? Y el mundo no se puede cambiar”.

Ese es el gran principio que aprendió R al comienzo de su carrera. Antes se decía que los jóvenes querían cambiar el mundo de los viejos, que siempre quieren que todo siga como está. Los estudiantes podían ser inquietos, revoltosos, e incluso revolucionarios en los siglos XIX y XX, y los profesores jóvenes también. Por eso se temía que hiciesen la revolución, aliándose con los obreros y los campesinos, como pasó en 1848, en 1917 y en muchas otras ocasiones. A R eso nunca se le pasaría realmente por la cabeza. Y es que también hubo estudiantes conservadores y ultraconservadores, y el fascismo y el nazismo basaron parte de su fuerza en la movilización juvenil, que aprendieron que la política puede ser básicamente el arte de ascender socialmente a costa de los demás.

No tiene sentido ninguno hablar de comunismos o fascismos en la universidad actual, si no es para usar como pegatinas unas palabras que perdieron parte de su significado y que fuera de contexto resultan anacrónicas. Lo que sí tiene sentido es situarse en una de estas dos posturas: la que cree en el valor del conocimiento de la clase que sea, en sí mismo y en sus aplicaciones, la que cree que los valores colectivos son el único cimiento sobre el que podemos construir nuestras casas y universidades.

Y la que cree que lo único real son los individuos y su necesidad inagotable de satisfacer sus deseos, y que todo: las ideas, los conocimientos, las instituciones y los bienes públicos, solo pueden ser medios para hacer que esos deseos se conviertan en realidades. Como lo real y lo objetivo se subordina a lo subjetivo por eso se cree en la carrera de las ratas, que la realidad no existe en la universidad, sino solo esos signos, títulos, honores y méritos con los que se puede jugar para darse autosatisfacción académica o para autosatisfacerse en compañía en la deslumbrante carrera de las ratas. Gracias a ella viven felices y tranquilos muchos de sus miembros, habitando sus chalets adosados al borde del abismo, de un abismo del que no quieren saber que de él nunca nadie ha vuelto, porque no es otra cosa que la propia realidad que acabará por devorarlos.

20 nov 2022 / 01:00
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