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La dignidad del cargo en la función pública

EL discurso pronunciado por el rey el pasado 24 de diciembre, y el que en cierto modo podría considerarse la réplica del presidente del Gobierno a aquél, al hacer el balance político, económico y social del año, resumen con claridad meridiana la distinta forma cómo uno y otro perciben sus distintas funciones y, sobre todo, la dignidad con la que ambos revisten sus respectivos cargos: en el primer caso, el rey se erigió una vez más, como lo hizo el 3 de octubre de 2017, en un firme defensor de la Constitución, no sólo apelando a sus valores, sino también advirtiendo, a la vista de la progresiva polarización social, del creciente deterioro de la convivencia y de la gradual erosión de las instituciones, de la necesidad de proceder a un obligado cambio de rumbo.

En el segundo caso, el presidente del Gobierno, tras pasar de puntillas sobre los asuntos más espinosos de su mandato, afirmó que los dos ejes que a su juicio han constituido su acción de gobierno en 2022 son “avanzar” y “proteger”, una afirmación que la realidad no sólo no lo confirma, sino que lo desmiente, dejando en evidencia a quien lo sostiene. Así, difícilmente puede considerarse un “avance” la neutralización de la Constitución, al convertirse en cómplice de los movimientos secesionistas mediante la eliminación del delito de sedición, la rebaja del de malversación o, en su caso, tiempo al tiempo, la disponibilidad a negociar una consulta, dado que una negativa en este ámbito no durará mucho más de lo que han durado otras, incapaces de resistir la más mínima presión nacionalista.

Igualmente, dudo que pueda estimarse un “avance” la proposición de leyes carentes de información, debate y consenso, como las de educación, memoria democrática, igualdad de las personas trans, garantía integral de la libertad sexual o universidades, que no han hecho sino fomentar tanto las desavenencias públicas como las privadas. O el descarado asalto a las instituciones, o el no menos descarado reparto de cargos, en pago a servicios prestados o por prestar, a militantes, familiares y allegados, con el consiguiente saqueo del erario público, sin que ello traiga consigo la asunción de responsabilidad alguna. O la manipulación de las estadísticas oficiales para maquillar el descontrolado crecimiento del gasto o de la deuda, de la cifras de paro o del producto interior bruto.

Si esto puede decirse del “avance”, otro tanto puede decirse de la “protección”, que, aparentemente, puede existir sin respetar los principios constitucionales y, por extensión de éstos, los principios democráticos. En este sentido, desconozco cómo se puede ejercer esta “protección” si se ignora o vulnera la “indisoluble unidad de la nación española”, la “defensa de la lengua oficial del Estado”, la “sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos a la Constitución y al resto de las leyes”, el “reconocimiento del derecho a la propiedad privada”, la “igualdad de los españoles ante la ley”, la “independencia del poder judicial y la fiscalía” o el “ejercicio de la actividad de los partidos políticos dentro del respeto a la Constitución y a las leyes”. Si esta “protección” no se ajusta a estos parámetros, ¿a cuáles se ajusta entonces?.

El balance presentado por el presidente del Gobierno estuvo salpimentado, como suele ser habitual en él, con denuestos, insultos o atropellos verbales hacia la oposición, a partir de una legitimación constitucional y democrática que, por fijarla él, y sólo él, la detenta en exclusiva, sin importarle lo más mínimo, no ya su descrédito, sino el del cargo que ejerce, carente de la dignidad más elemental.

Esto me recuerda las palabras de un conocido –y reprobable– político europeo de los años treinta del siglo pasado, cuando en una ocasión manifestó: “Debo decir, con toda modestia, lo que me considero: ¡insustituible!”. O, parafraseando a Hannah Arendt, la pregunta que ésta se hizo en uno de los capítulos de El valor de pensar: “¿Tiene (esta) política todavía algún sentido?”.

30 dic 2022 / 01:00
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