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La Dignidad del Trabajo

De las 24 horas del día, un tercio del tiempo lo dedicamos al trabajo, un tercio se pasa con la familia o se consume en ocio, y el último tercio se lo lleva el dormir, para poder repetir el mismo ciclo durante años hasta que la sociedad nos cuelga el cartel de improductivos con la jubilación. Aproximadamente, un 30% de nuestra existencia se nos va haciendo cosas a las que llamamos trabajo, cuya derivada principal es un salario para sobrevivir y acomodarnos a un modelo apático que da más o menos sentido a la vida de un 80% de la población.

En la cultura occidental, acaso por la afrenta de Adán y Eva, al ser expulsados del Paraíso, bajo la condena de tener que ganarse el pan con el sudor de su frente, se concibe el trabajo como un castigo (divino o no). Puede que en el Paraíso se viviese sin rascar bola hasta que llegó la serpiente a emponzoñar las emociones, estimular la infidelidad, despertar celos y hasta matar a los hermanos por envidia. El Génesis relata un mal comienzo de la humanidad, con el trabajo como penitencia. Sin embargo, el clérigo estadounidense Henry Ward Beecher, destacado líder abolicionista de la esclavitud, en sus famosos proverbios desde el púlpito (Proverbs from Plymouth Pulpit, 1887), les dice a sus feligreses: “El trabajo no es la maldición; la monotonía sí lo es”. No sería de extrañar que la ruina del Paraíso haya sido el aburrimiento que conduce a la lascivia y al pecado.

En A Diary of a Writer, Fiódor Dostoyevski escribe: “La originalidad y el sentimiento de dignidad solo se logran a través del trabajo y la lucha”. El poeta americano Ralph Waldo Emerson sostiene que “ponemos nuestro amor donde ponemos nuestro trabajo” y que “la tarea de cada hombre es su salvavidas”. Parafraseando un proverbio griego, en Licymnius, Eurípides sostenía que “el trabajo es el padre de la fama”. Máximo Gorki era de la idea de que “cuando el trabajo es un placer, la vida es una alegría; cuando el trabajo es un deber, la vida es una esclavitud”. En su novela epistolar de 1774, titulada Die Leiden des jungen Werthers, el germánico Johann Wolfgang von Goethe contaba que “la mayoría de las personas trabajan la mayor parte de su tiempo para ganarse la vida; y la poca libertad que les queda les preocupa tanto que utilizan todos los medios para deshacerse de ella”. Entre las muchas ironías de Aldous Huxley en Jesting Pilate, llama la atención aquella de que “el trabajo es oración; el trabajo también apesta; por lo tanto, el hedor es la oración”. En cambio, Elbert Hubbard exhortaba: “Haz tu trabajo con todo tu corazón y tendrás éxito, con muy poca competencia”.

En Les Misérables, Victor Hugo expande la dimensión del trabajo: “Un hombre no está ocioso porque esté absorto en sus pensamientos. Hay un trabajo visible y hay un trabajo invisible”. Quintiliano, en Institutio Oratoria, apuntilla: “Si diriges todo tu pensamiento para que funcione por sí mismo, ninguna de las cosas que invaden los ojos y los oídos llegará a la mente”. En sus reflexiones sobre la educación, plasmadas magistralmente en Some Thoughts Concerning Education, John Locke juguetea con el pensamiento y la praxis: “Donde no hay deseo, no habrá industria”. Donde no hay trabajo no hay progreso. John Ruskin consagra el binomio pensamiento-trabajo en The Stones of Venice al decir: “Solo por el trabajo sana el pensamiento, y solo el pensamiento hace feliz el trabajo; y los dos no pueden ser separados”. Shakespeare lo pone más poético en sus Sonnets: “Mi naturaleza está sometida a lo que funciona, como la mano del tintorero”.

A los que anteponen la juerga al trabajo, el poco sospechoso Charles Baudelaire les lanza un mensaje en Mon coeur mis à un: “Es necesario trabajar, si no por inclinación, al menos por desesperación. A fin de cuentas, el trabajo es menos aburrido que la diversión”. Cuando la diversión agota el bolsillo, la necesidad de trabajo se convierte en desesperación.

Cualquier trabajo es digno, desde limpiar una letrina a restaurar arte sacro. No es más loable el trabajo del señorito de aire acondicionado que el que hacen los que se queman la piel en una carretera o en un andamio. Para valorar lo uno y lo otro, quizás todos debiéramos probar ambos en algún momento de nuestra vida. Esto es lo que aconsejaba Brooks Atkinson en Once Around the Sun: “No seas condescendiente con el trabajo no cualificado. Pruébalo primero durante medio día”. Quien experimenta valora mejor que quien mira. El trabajo es el suplemento necesario de uno mismo; es la condición que da valor a la persona y cultiva su realización; es una medida de utilidad tanto en las rutinas como en la creatividad más exquisita, porque, como decía Max Beerbohm, “ningún buen trabajo se puede hacer sin concentración y autosacrificio, tensión y duda”; elementos básicos del desenvolvimiento cotidiano. En Science and Human Values, Jacob Bronowski le da un toque diferencial como experiencia personal: “Sea nuestro trabajo arte, ciencia o una labor social diaria, es solo la forma en que exploramos nuestra experiencia de modo diferente”.

Lo ideal sería que cada cual fuese feliz en su trabajo haciendo lo que realmente le gusta. Lamentablemente, la realidad es más obtusa; y, como dice John Mason Brown, “la mayoría de las personas pasan la mayor parte de sus días haciendo lo que no quieren hacer para ganarse el derecho, a veces, de hacer lo que desean”. Esta gran deslocalización involuntaria, con más del 50% de la gente fuera de sitio, es lo que, para muchos, hace al trabajo odioso; pero no por ello indigno. Thomas Carlyle lo escenifica en su Chartism de 1839 de la siguiente manera: Quien no trabaje según su facultad, que perezca según su necesidad: no hay ley más justa que esa”. El trabajo en sí mismo es una oportunidad, independientemente de su calidad. Fue el mismo Carlyle el que dijo: “El que puede trabajar es un rey nato de algo”.

La degradación moral del sentido del trabajo y su maldición cristiana, aparte de los genes, han transformado el trabajo en una fórmula de abuso bilateral, por parte de quien paga y por parte de quien cobra, hasta llegar al desprecio del trabajo y a la adulteración fraudulenta del subsidio (para vagos, para enfermos imaginarios con beneplácito fraudulento de sus médicos, para oportunistas, para faunas variopintas de desocupados), con aprobación legal. El abuso genera abuso y activa la ley del péndulo, siempre injusta y desigual. Los 3 volúmenes del Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, de Marx y Engels, tuvieron su momento tras su publicación entre 1867 y 1883, para alertar sobre los abusos de una época, igual que Adán y Eva tuvieron el suyo, con idéntica legitimidad político-religiosa.

Esta modalidad vesánica del mundo laboral, donde uno gana para mantener a cuatro, pone al trabajo en la diana de la desgracia para quien lo tiene y para quien está parado; maquilla tasas de desempleo; incendia la economía sumergida que transforma el trabajo en un acto furtivo; aumenta días de festividades ateas; mistifica el parto masculino; da vacaciones a la enfermedad; confina en tiempos de necesidad y convierte el trabajo en delito; crea mitos trasnochados y heroínas rocambolescas que subidas a condones supersónicos prometen reverdecer la España despoblada con idílicas tareas libres de la indignidad moral de un trabajo remunerado.

En el teatro de la interpretación mágica, la tragedia del trabajo se presenta como una comedia dramática. En la audiencia hay ilusos que aspiran a vivir sin trabajar; hay conversos que rezan por las migajas que sobran a los que tienen de más; hay quien quiere dar al año más días para fiestas y vacaciones; incluso hay soñadores que se entregan a la robótica para librar al hombre de sus calamidades laborales. Sin embargo, como dice Clarence Day en This Simian World, “la hormiga es trabajadora y sabia; pero no sabe lo suficiente para ir de vacaciones”.

El trabajo es la actividad más honorable que te permite hacer la naturaleza, para mejorarla, para regularla, para adaptarla a tus necesidades, para ponerla al servicio de tu bienestar. Cualquier actividad puede tener categoría de trabajo. La contradicción surge cuando encontramos placer en el no remunerado y hostilidad o repulsa en el vinculado a una nómina. A uno le ponemos el cartel de lúdico u ocio, de perfil reconfortante; al otro lo cargamos de cadenas, tedio rutinario, mal necesario, con perfil de condena. Algo no cuadra. Lo que nos permite comer es malo; lo que nos divierte es bueno. Andamos desubicados, confundiendo la dignidad con la aversión a lo imprescindible.

El trabajo da sentido a la existencia, cuando la existencia se concibe como una lucha por la superación, por el sacrifico que representa alcanzar metas superiores, por abrir camino al futuro que gestamos en familia, por mejorar las condiciones de vida que dan calidad y bienestar a la colectividad a la que pertenecemos.

El trabajo dignifica y da satisfacción cuando lo que haces tiene sentido. El trabajo que la sociedad te permite hacer es, en muchos casos, el tributo a un esfuerzo previo que te honra y cualifica. El desempleo, humilla; la jubilación, margina; pero no te impiden trabajar, cuando el pensamiento y la voluntad de acción andan bien coordinados.

El espíritu de trabajo es tan libre como el pensamiento y el trabajo no puede ser esclavo de ningún tipo de represión regulatoria, fundada en anacronismos ideológicos, que impiden a una persona realizarlo con dignidad. El trabajo es un acto volitivo; no un ejercicio de misericordia estatal. Cuando la ideología intoxica la voluntad, el trabajo se envenena. El trabajo no es indigno. Indigna es la mentalidad que convierte el trabajo en esclavitud. En palabras de Voltaire: “El trabajo nos salva de tres grandes males: aburrimiento, vicio y necesidad”.

04 ene 2022 / 01:00
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