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La esperanza como propósito

    EN los últimos meses, los artículos de esta columna han estado marcados por una sensación de incertidumbre y preocupación: el impacto de la pandemia en las desigualdades en el acceso a la educación, la huella en el desarrollo emocional de nuestro alumnado, la brecha digital, la falta de consenso ante la nueva ley educativa..., pero también por la solidaridad y la resiliencia que hemos mostrado como comunidad educativa o la flexibilidad para adaptarnos a nuevas situaciones en el aula.

    Hemos vivido un tiempo exigente y duro, especialmente en estos tres primeros meses del curso 21/22.

    Exigente porque toda la comunidad educativa esperaba retomar en septiembre un aula que, poco a poco, fuese abriendo restricciones y volviendo a la normalidad, y duro porque al agotamiento físico y mental se le suma la desilusión y la tristeza de un final de trimestre con alumnado confinado que nos devuelve a una incertidumbre, que ya habíamos ido convirtiendo en terreno conocido.

    Es lo que toca, y no podemos desbordarnos ni paralizarnos, sino aceptar lo que está ocurriendo y plantar cara desde la escuela y como colectivo a distintas actitudes que, como la fiebre, son síntomas de que algo no funciona y tiene que mejorar.

    La primera: la indiferencia o pasividad ante la desigualdad en el acceso a la educación de los colectivos más desfavorecidos, que no sólo se soluciona con el tan deseado consenso educativo, sino que necesita de un compromiso claro y firme del profesorado.

    La segunda: el negacionismo de un cierto sector de la población que condiciona el compromiso comunitario a paranoias individualistas, fruto de una educación que no ha ayudado a desarrollar el pensamiento crítico y de una deficitaria cultura científica, pero, sobre todo, de una sociedad que alimenta el individualismo y la satisfacción personal frente a la injusticia ¿justicia? desde los primeros años de vida.

    La tercera: la falsa percepción de que lo virtual está ligado a lo real. Ni las redes sociales sustituyen al contacto real ni dan repuesta al compromiso social, ni la educación virtual va más allá de un complemento de la presencialidad en situaciones críticas. Necesitamos tocarnos, abrazarnos y ver que expresión hay detrás de una masacarilla. Un poco de sentidiño en las normas escolares tampoco vendría mal.

    La lista podría continuar y como educadores podemos decidirnos por el desánimo (con muchas y muy buenas razones que lo justifican) o recurrir al legado pedagógico de Paulo Freire o a las palabras del papa Francisco para recuperar la esperanza como una cuestión inherente a la práctica docente.

    Personalmente y como propósito para el Año Nuevo, reivindico la esperanza en nuestro papel como agentes del cambio social, como herramienta para que nuestros estudiantes aprendan a ver su futuro con optimismo y como soporte que les proporcione la confianza necesaria para poder cambiar el mundo. En sus manos está.

    ¡Feliz y esperanzado 2022!

    03 ene 2022 / 01:00
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