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La fe en tiempos de Netflix

    “PARA un católico, quien tiene un problema tiene un tesoro”, escuché decir en una homilía.

    Seguramente no es un mensaje popular para el hombre de hoy. A nivel psicológico parece existir la asunción generalizada de que cuando el sufrimiento entra por la puerta la paz salta por la ventana. Como mucho podrás aliviar el malestar a base de pastillas, con psicoterapia, practicando meditación o realizando escapadas periódicas a la casa rural de turno donde pasar el fin de semana releyendo Cartas de un estoico.

    Sin embargo el católico cuenta, por gracia de la fe, con el remedio definitivo: entender el dolor como una oportunidad para afianzar su fe.

    Ciertamente, las Sagradas Escrituras no llevan a engaño “porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25). Vivir en gracia de Dios tiene un precio: aceptar el peso de la cruz. Donde la razón mundana ve masoquismo la fe abraza el misterio de la Revelación.

    Como ex agnóstica y ex consumidora de variadas propuestas terapéuticas y talleres sobre crecimiento personal, pasando por libros que recetan Diez pasos para alcanzar la felicidad, llegué a la dolorosa conclusión de que tales técnicas son hijas de su tiempo: resultonas pero vacías por dentro a largo plazo.

    En este peregrinaje tragicómico que es la vida, aquellos que no acabamos de encajar en el mundo moderno somos presa fácil de la actualización de tutoriales para descubrirse a uno mismo, y cuando crees haber dado con la llave maestra para afrontar las vicisitudes que te embisten, o bien el tedio de la rutina, un día te levantas y tomas conciencia, desconsolado, de hallarte en el punto de partida.

    ¿Qué ha pasado? He hecho los deberes: he relativizado los problemas, he perdonado y pedido perdón, he trabajado los apegos. Algunos creímos que la felicidad descansaba en la deconstrucción del Ser y resulta que al final del proceso te espera una trampilla que asoma al vacío absoluto.

    Pero tal vez todo estaba, retorcidamente, en su lugar, tal vez algunos necesitamos llegar al borde del abismo del relativismo cultural y la ética plastidecor para alcanzar a oír un eco procedente de la eternidad, un mensaje indescifrable que activa un GPS en las entrañas instándote a adentrarte en un camino solitario.

    Y echas a andar sin rumbo entre polvo y piedra hasta que un buen día tropiezas con un templo, la Iglesia de Nuestra Señora de la Paz (Madrid), una hospedería para el alma donde descansar al amparo de la reverencia y la solemnidad del Vetus Ordo, donde fundirse con el misterio de la fe y el sentido de la existencia, un misterio que los tiempos modernos han canjeado por la intrascendencia, la adoración cientifista y por Netflix.

    14 ene 2022 / 01:00
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