La jet y las cacerolas

LA señora está aburrida, se ahoga en su piso de 300 m2 con dos amplias terrazas con vistas a la calle Núñez de Balboa, barrio de Salamanca; ahí es ná. No puede asistir al rastrillo semanal ni al té con las amigas, pero la salvación le llega por medio de un wasap, que la cita para una cacerolada a las ocho de la tarde de un día de mayo florido. ¿Motivo? Protestar contra el Gobierno, que nos tiene encerrados. La señora quizá nunca haya roto un plato, pero lo seguro es que no ha lavado ninguno; es decir, de cacerolas cero. Pero tiene una muchacha sudamericana que sí entiende de cacerolas, quizás sea de lo único que entiende. Salen a la calle, la señora dirige y la criada ejecuta.

Los caballeros de la zona son más clásicos: saca cada uno su bandera nacional, que es patrimonio de los de su clase, se envuelven en ella y para completar la equipación echan mano de sus palos de golf. Las imágenes de TV nos sirvieron escenas memorables en las que unos señores aporreaban con sus palos el mobiliario urbano. El golf, en nuestro país, se ha convertido en un distintivo de clase: por encima de unos ingresos, hay que jugar al golf; es una especie de mandato, de dharma, de ADN de los ricos de ahora y de siempre. Esto no es grave, pero sí ridículo.

Lo peor de la cacerolada en cuestión y de las siguientes es el peligro de aglomeraciones y posibilidad de contagio, al ser difícil mantener la distancia de seguridad, prescindiendo del delito que cometen los asistentes al infringir la orden de confinamiento. Pero a esta gente todo eso le da igual, lo único que les importa es enseñar su bandera nueva, recientemente adquirida, y los lustrosos palos de golf para que todo el mundo vea no quién es quién, sino who is who, porque esta gente, además de practicar el golf inglés, también domina su lengua.