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La peor enfermedad de todas

    Agosto 2020. Los primeros grupos de los más de catorce mil españoles que participarán este año en la campaña francesa de la vendimia salen destino Perpiñán y Aviñón. Bajo su brazo, un contrato firmado en origen como condición sine qua non, y la tarjeta sanitaria europea. En el horizonte, diez euros la hora trabajada, y una perspectiva de hasta 1.600 euros de ganancia mensual, ajustada con las horas extras. Les espera la uva, y muchos se quedarán para la manzana, la pera o el melocotón.

    Julio, 2020. Miles de temporeros se suman a la recogida de la sandía en Murcia. Otros hacen lo propio con las campañas de la fruta de Albacete o Huelva. Uno de ellos era Eleazar Blandón. Era de Nicaragua, y llegó a España para intentar dar un futuro mejor a su familia. Sin permiso de trabajo, y por tanto, sin alta en la seguridad social, cargaba sandías en cajas de plástico bajo los 44 grados de Lorca. Se encargó de dejar escrita a su hermana su propia historia: “Aquí me humillan, me llaman burro. No estoy acostumbrado a que me traten así”, estas palabras se han clavado en las retinas de muchos de nosotros junto a la camisa de cuadros amarillos de Eleazar, posando con las sandías apiladas al fondo.

    Ese día, su cuerpo dijo basta y tuvo que ser trasladado de urgencia a un centro sanitario. La urgencia perdió su significado cuando el patrón decidió esperar a que terminasen sus compañeros la faena para aprovechar el viaje en camioneta. Eleazar no llegó a tiempo.

    Muchos de los temporeros que empezarán hoy una nueva jornada maratoniana en España lo hacen como único recurso para ganar algo de dinero. Cuando se les pregunta delante del jefe, corroboran que ganan unos siete euros la hora, trabajando unas siete horas cada día, con las medidas de seguridad que requiere la pandemia, y con descansos.

    Sin embargo, ya sin testigos, asociaciones como Cáritas dan cuenta de la realidad que se esconde detrás: menos dinero, más horas, sin agua potable, sin servicios para hacer sus necesidades, sin ratos de descanso a la sombra, sin recibir las medidas de protección individual requeridas por el covid-19.

    A Eleazar no lo mató el calor. No lo mataron todos esos que deciden mirar por sus intereses y por el listado de cosecha del final del día. No lo mataron los aplausos de todos los españoles que en los balcones se llenaron las bocas poniendo en valor el trabajo del sector primario, la labor de los escalafones más bajos. No lo mató una Inspección de Trabajo que debería salir más del aire acondicionado de los despachos, y pisar el terreno. No lo mataron los políticos que llevan años escuchando esta realidad de boca del Defensor del Pueblo sin que nada cambie cada verano.

    No. Lo que remató a Eleazar Blandón, lo que mantiene a su familia a la espera de la repatriación del cadáver a su Jinotega natal para ser contemplado desde lo alto por el Cerro de la Cruz, fue otra cosa.

    Y llegará un día en el que su esposa tendrá que explicársela a sus cinco hijos: “Vuestro padre murió de la peor enfermedad de todas: ser pobre”.

    14 ago 2020 / 00:15
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