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La radicalización acumulativa

    EL concepto de “radicalización acumulativa” fue acuñado por vez primera por Hans Mommsen para explicar las distintas fases de la política nacionalsocialista, y luego por Ian Kershaw, solo o en compañía de Moshe Lewin, para hacer lo propio con las de la política soviética. En ambos casos, Mommsen, Kershaw y Lewin, partiendo de la ideología como mecanismo determinante en la evolución de la radicalización, analizaron la influencia de ésta en los procesos de transformación de las convicciones, de los cambios de actitud y de la adopción de nuevas ideas en cada uno de esos países. Y a través de estos análisis llegaron a la conclusión de que estos procesos desembocaron en la creación de un sistema de poder centralizado, un poder que exigía una obediencia incondicional a todos los niveles y una creencia acrítica en que “el partido siempre tiene razón”, todo ello en un creciente clima de irracionalidad.

    A pesar de que las circunstancias de carácter político, económico y social reinantes en aquellas situaciones no son las mismas que en la nuestra, parece que estamos asistiendo a una radicalización semejante en nuestro caso, al amparo de ideologías, políticas y decisiones que se alejan cada vez más del consenso que alumbró el momento más brillante de nuestra historia reciente, la Transición. A diferencia de lo que sucede en otros campos, como la investigación y la tecnología, en los que cada generación comienza en el punto donde lo dejó su predecesora, como recuerda Aldous Huxley en El precio del progreso, en el de nuestra política no sucede así, ya que lo que a una generación -la de la Transición –le pareció cierto e importante, a su sucesora -la del Gobierno actual– le parece falso, insignificante o sin importancia, quebrando con ello una continuidad y legitimidad históricas que deberían haber sido respetadas.

    Cuando el partido socialista lanzó su programa electoral de 2019, prometió al electorado ante el que se presentaba, en una suerte de contrato social, pactos de estado en materia de violencia de género, educación o cultura; mejora de la transparencia y buen gobierno; independencia de la justicia; o un país más fuerte y cohesionado, haciendo frente al conflicto catalán desde la constitución. Estas promesas, sin embargo, duraron, como decía Charles de Gaulle de algunos tratados internacionales, lo que duraron, es decir, nada, pues bastaron las negociaciones con extremistas de izquierda, terroristas o independentistas, para asumir como propios, en una travesía de envilecimiento intensivo, los programas de estos últimos, y presentar el resultado de dichas negociaciones, a la hora de formar gobierno o de suscribir acuerdos, como si este resultado fuera fruto de un voto electoral y no de lo que en realidad es, un pacto político.

    De ese programa electoral inicial se pasó, sin solución de continuidad, al pacto político posterior, y de éste a un vertiginoso proceso de radicalización acumulativa, en el que los principios constitucionales, los poderes del estado y las instituciones son utilizados no con el fin de fortalecerlos, sino de ponerlos al servicio de los partidos del gobierno y de sus socios parlamentarios, al margen y por encima de lo prevenido por las leyes, de conformidad con las necesidades de cada momento. En este proceso, una radicalización más de entre las muchas que estamos viviendo es que la defensa de la independencia judicial, y en concreto la del Tribunal Constitucional, es considerada ahora, por los mismos que la defendían no hace mucho en su programa electoral de 2019, un “chantaje constitucional”, una “barbarie democrática” o una “trampa”, al dictado tal vez de una interpretación “constructivista” del derecho.

    La presión de sus socios, para los que la única regla de juego válida en cualquier mesa de diálogo es aquella vieja regla soviética, que tan bien conocí –y padecí– en mi paso por Naciones Unidas, de “Lo mío es mío; lo tuyo, negociable”, ha llevado al partido socialista no sólo a contemporizar con sus pretensiones, sino –lo que es todavía más grave– a hacerse partícipe de ellas en materia de indultos, sedición y malversación, consolidando así el proyecto secesionista y la corrupción política, cuando en el programa electoral en cuestión prometió hacer justamente lo contrario, transparencia y buen gobierno. Cuando Frank Darabont filmó Cadena perpetua, a partir de una novela de Stephen King, hizo que su protagonista, Andrew Dufresne, buscara con desesperación un lugar donde las cosas tuvieran sentido, y lo encontró en Zihuatanejo. Afortunadamente para él, no se le ocurrió acercarse por aquí.

    16 ene 2023 / 01:00
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