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La soledad de los estadios

    LA soledad de los estadios no parece haber cambiado la esencia del deporte. Hay quien asegura que no se juega igual con público que sin él, pero los que derrochamos largas tardes de verano en la era del pueblo, marcando goles, o más bien fallándolos, en porterías que no resistirían un análisis matemático decente, sorteando vacas, que son mucho más efectivas que el mejor central, sabemos que sin público se puede jugar con arrojo y emoción, con pasión loca, hasta el punto de que echábamos los hígados cuando en comandita acudíamos a beber al caño del pueblo (no lejos del pilón donde bebían las vacas propiamente dichas), que era, nadie lo dude, una hermosa pausa de hidratación. Allí estábamos nosotros, haciendo cooling break y sin saberlo.

    Aquel futbol de era, de aquella era, donde aventaban el grano y donde nos subíamos a los trillos de madera tirados por vacas o por mulos, vehículos de otra galaxia, vainas que harían empalidecer a George Lucas, es parte fundamental de nuestra educación sentimental y pelotera, y aún hoy me maravillo pensando en lo que sudamos sin admiradores ni hinchas, sin concesiones a la gloria.

    Ahora, con el verano ya cociéndose ahí fuera, los futbolistas han sido llamados a unos estadios de infinitas butacas de colores, donde brillan como nunca esas frases épicas escritas con letras mayúsculas en medio de las gradas, que la modernidad ha colocado, imitando quizás otros lugares. En medio de esa gran soledad arquitectónica, el fútbol podría parecerse a un entrenamiento, a una pachanga por las fiestas del pueblo, pero hay mucho en juego. Además, hay cámaras. Hace ya muchos años que sabemos que el fútbol es un deporte concebido para la televisión, al menos el fútbol contemporáneo, y viceversa. Muy pronto nos olvidamos de que aquellos veintidós jugadores (en realidad algunos más) están solos frente al destino en medio de coliseos importantes, que sustituyen a los anfiteatros de la antigüedad. Esa soledad podría resultar impresionante, pero lo cierto es que los futbolistas también se olvidan de que no hay nadie para aplaudir ni para gritar, salvo en el tuneado de las retransmisiones, y juegan como nosotros lo hacíamos en la era del pueblo, con ese ímpetu infantil, con esa entrega que en realidad no necesita admiradores, aunque saben que hay mucha gente en casa mirando. A nosotros nos servía con que alguna amiga se quedara unos segundos contemplándonos.

    Tal vez el fútbol contribuya al entretenimiento colectivo en momentos difíciles, aunque los estadios parezcan tristes y un poco surrealistas. No hay tanta celeridad para recuperar otros espectáculos, o eso parece, pero para ello tendrían que transmitirse en directo con todo lujo de detalles (se hace con la ópera, quizás con algún tipo de teatro). Si uno se fija bien, la liturgia del fútbol en soledad reproduce exactamente los parámetros del fútbol con público: hasta tunean las gradas con fotografías para que todo parezca normal. Como las reglas de ascenso y descenso se mantienen (al menos en el fútbol profesional) y la pugna por el liderato sigue en todo lo alto, se diría que han logrado entregar a la gente lo más parecido a la vieja normalidad, que permitía acceder a los estadios. Qué lejos quedan aquellos días de oro.

    30 jun 2020 / 00:14
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