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La Valla

Con Ángela Molina, su hija Olivia y Unax Ugalde como protagonistas, Atresmedia produjo el pasado año La Valla, una serie con pretensiones de distopía que el momento de emisión que le tocó, en medio de la pandemia de coronavirus, le jugó la mala pasada de convertirla en una obra casi realista. O quizá en esta coincidencia inesperada y del todo imprevisible se esconde el secreto que propulsó su éxito. Porque, al margen de dibujarnos una sociedad enferma y devastada por la cohabitación con la letal contaminación vírica, en todo lo demás del argumento de esta telenovela difundida a la par por Antena 3 y Netflix apenas se encuentran ingredientes temáticos novedosos: el muro social que la mayoría de la gente conoce o se imagina sin necesidad de verlo adquiere materialidad física y tangible, como el que anhelaba Trump en la frontera con México, para dividir el mundo de los ricos del de los pobres.

Esta línea diferencial económica existe desde que surgieron los excedentes en el Neolítico y sólo es una más de las muchas que definen nuestra sociedad. Si todas se hiciesen visibles de repente, habría más vallas en los mapas físicos que las cuadrículas que en ellos señalan las coordenadas. Pero que se mantengan invisibles hacen la vida más enigmática y estimulan la controversia. En Galicia, existe una línea divisoria que nadie sabe a ciencia cierta si es recta, curva u oblicua, lo más que se conoce de ella es que en cada proceso electoral autonómico tiende a no bajar nunca de los 38 escaños que marcan la mayoría absoluta para el PPdeG.

Sin embargo, más allá de su valor numérico que se traduce en asientos en el Parlamento gallego, conforma un muro sociológico infranqueable para los partidos de la oposición –antes a Fraga, ahora a Feijóo–, que no aciertan a encontrarle sus puntos débiles para derribarlo. El espectáculo que ofrecen en cada legislatura no deja de ser curioso: cada uno de ellos se enfrenta con todas sus fuerzas contra el presidente de la Xunta, pero es un trabajo y una pelea constante que los gallegos ignoran en su aspecto principal y sólo valoran en el secundario, premiando al que mejor lo hizo siempre en el espacio que les tienen reservado como antagonistas, sin permitirles nunca cruzar al otro lado de la valla donde se encuentra el manejo de las instituciones del Gobierno.

Con Feijóo como presidente, la jefatura de oposición fue bailando de formación en formación, el PSdeG (2009 y 2012), En Marea (2016) y BNG (2020). Los votos que gana una los pierden las otras compañeras de vanas fatigas, en una inercia electoral viciosa que no hace mella en la representación de los populares.

Una de las claves –la otra reside en la fortaleza del PPdeG por su capacidad para formar casi parte del ADN de los gallegos– es, por una parte, que la vanidad del que se impone en esta inútil competición doméstica del bando perdedor le impide reflexionar con la conciencia del absoluto derrotado que en realidad es, manteniendo la misma línea de oposición, algo más agresiva si cabe, que hace que los gallegos no lo vean nunca como alternativa de gobierno; y, por otra, que los que pierden esa posición de privilegio en la bancada opositora se lanzan con ferocidad a recuperarla sin mostrar apenas empatía con los grupos afines para trazar estrategias conjuntas y complementarias contra el enemigo común.

De esta manera, en cada paso por las urnas sólo se disputan el reparto del voto que ya se mantiene fiel a la oposición, pero no logran penetrar en el cuantioso granero de los populares. Ninguno de los partidos de la izquierda gallega se atreve, sin perder sus principios, a cruzar sus límites y dar el paso de intentar pescar con delicadeza en el caladero de la derecha, por miedo a aparecer como una formación débil
–bendita debilidad la del PPdeG– ante sus compañeros de viaje, sin percatarse de que es una empresa que podrían y deberían llevar a cabo entre todos, asumiendo por igual ese riesgo de moderación y dejando a los electores gallegos sin la escapatoria de una alternativa radical hasta el autismo.

Mientras esperen a que una parte significativa de los gallegos que votan la opción conservadora mayoritaria fallezcan sin reposición demográfica o se conviertan a sus credos y se hagan rojos, nunca cruzarán la valla que los separa del poder y estarán fiando sus únicas esperanzas de alcanzarlo a que se plasme en el Parlamento la división de la derecha –que podría no llegarles–, un proceso que en Galicia no se vislumbra en parte por méritos del PPdeG y en parte por la calidad de los candidatos que enfrentan a Feijóo. La última de Ciudadanos, Beatriz Pino, obtuvo una cuarta parte de votos menos que el 1,1 % que en las autonómicas de 2012 firmó Mario Conde, aquel ser extraordinario de Galicia en el país de las maravillas.

22 ene 2021 / 00:00
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