Santiago
+15° C
Actualizado
martes, 23 abril 2024
16:11
h

La viruela: ¿una bendición de Dios?

    El día 22 de mayo del año 1634 el gobernador de la colonia de Massachusetts, John Winthrop, escribía: “Por lo que se refiere a los nativos, casi todos ellos han muerto de viruela, de este modo el Señor nos ha dejado claro que tenemos derecho a poseer la tierra que ya ocupamos”.

    J. Winthrop, como los demás Padres Fundadores de lo que luego serían los EE. UU., era un puritano, que huyendo de la corrupción religiosa y moral de Inglaterra había emigrado al Nuevo Mundo para crear allí una sociedad ideal por su pureza, religión y costumbres. Los Peregrinos puritanos llegaron como otros muchos protestantes de esa época con su Biblia en la mano y se creyeron herederos del pueblo de Israel. Y como los israelitas salidos de la esclavitud y la servidumbre moral y religiosa de los faraones, creyeron que Dios les había prometido una Tierra, cuya posesión les entregaría tras su asentamiento en ella y su conquista. La muerte de todos los indígenas por la viruela debía ser considerada, siguiendo esta lógica, como un signo evidente del deseo de la providencia divina de entregarles las llaves de su nuevo reino. ¿Cómo murieron estos ‘salvajes’ del Nuevo Mundo?

    Pues, tras un período de incubación de unos 12 días, les sobrevino la fiebre elevada, el dolor de cabeza y el dolor muscular. Y si eran niños además comenzaban a vomitar y a tener convulsiones. Casi siempre, excepto en caso muy graves, en los que el paciente comenzaba a ponerse rojo porque se le producía una hemorragia en la piel, los pulmones y otros órganos y moría entre los dos y los cinco días después, a los enfermos les salían pústulas en la cara, manos y tronco. El médico William Bradford observó a los indios cerca de Plymouth en el año 1633-34 y describía sus pústulas: “Estallando y ensanchándose, hasta casi llegar a tocarse una con la otra”. Y vio cómo después “ulcerados, tiritando y con muchos dolores, morían como si fuesen ganado apestado”.

    Los que sobrevivían veían como sus pústulas comenzaban a secarse ocho o nueve días después del inicio de la enfermedad, y les caían las postillas a partir de las tres o cuatro semanas. Muchos se quedaban ciegos y algunos hombres estériles, quedándoles a todos en su rostro el testimonio perdurable de haber sufrido la enfermedad, al quedar “picados de viruelas”, lo que, como solía decirse, podía robarle la belleza hasta al rostro de los ángeles.

    La viruela es una enfermedad vírica, que se transmite por las gotas que salen del tracto respiratorio. Afecta a todas las razas por igual, y puede infectar al 90 % de una población cuando llega una plaga. Culmina o bien con la muerte o bien con el logro de la inmunidad al virus por parte de los supervivientes.

    La transmisión de la viruela es casi imposible entre poblaciones dispersas como lo eran la mayor parte de los indígenas americanos Y es conocida desde la Antigüedad. Entre los egipcios, el pueblo del que según la Biblia los israelitas habían huido hacia la Tierra Prometida, fue frecuente. De hecho, el estudio de la momia de Ramsés V, muerto en el año 1157 a. C. con la cara, el cuello y los hombros llenos de pústulas, parece indicar que esa pudo ser la causa de su muerte.

    En los siglos II y III dos epidemias de viruela devastaron al Imperio romano. Y la conocemos en China y Japón. Esto ocurrió también en la Bagdad del siglo IX, en la que el médico Al Raziz la describió clínicamente en su Tratado sobre la viruela y la rubeola. Pero la viruela pasaría al primer plano de la historia a partir del siglo XVII. Facilitó la colonización de Siberia por los rusos, gracias al choque microbiano que produjo entre los indígenas, y lo mismo ocurrió con los holandeses cuando fundaron Ciudad del Cabo y llevaron la enfermedad a los indígenas. Y no deja de ser curioso que los emperadores de la dinastía Ching en el siglo XVII, excusasen a los pueblos de las estepas de ir a Pekín a las ceremonias del ritual de la obediencia, para que no se pudiesen contagiar.

    En el año 1519 la viruela cruzó el Atlántico y consiguió diezmar a los indios arawak en las llanuras del norte, pero también acompañó a los españoles a México, donde contribuyó de modo determinante a la derrota y destrucción del Imperio Inca. Comenzaron a darse pandemias sucesivas en las que, como los habitantes de América tenían menor capacidad de defensa frente al virus, la mortalidad alcanzó a veces el 50 %.

    La expansión europea la llevó a Australia en el año 1879 por la bahía de Sidney. Y desde allí se difundió hacia el interior. Los ingleses consideraron que habría muerto la mitad de la población local por este motivo. Esta fue la mayor catástrofe demográfica de la historia de los aborígenes australianos.

    Pero en el Viejo Continen-te las cosas no estuvieron mucho mejor, porque la viruela causaba entre el 10 % y el 15 % de las muertes, sobre todo de los niños menores de diez años, en los que la mortalidad podía llegar al 80 %. Aquí no era una bendición de Dios para limpiar la Tierra, sino un azote que pasaba de generación en generación, y al que se intentaba buscar un remedio.

    En el año 1706 el famoso predicador Cotton Mather había oído a uno de sus esclavos en Massachusetts que la viruela era muy común en África y que sabía que en las partes más remotas de Escocia, Gales, Grecia y el Medio Oriente la gente “compraba la viruela”, es decir, que raspaban las pústulas de algún enfermo y las inoculaban bajo la piel. El éxito era notorio, porque casi nadie moría por el tratamiento –entre el 1 % y   4 %– que otorgaba la inmunidad.

    Vivía en la ciudad de Constantinopla lady Mary Wortley Montagu, la mujer del embajador inglés, cuyo hermano había muerto de viruela, a la vez que la enfermedad le segaba la belleza de su rostro. Habiendo oído que “raspando” la enfermedad se podía lograr la inmunidad, lady Mary aprendió la técnica y se la aplicó a su hijo en la propia Constantinopla en 1717 y en el año 1721 a su hija en Inglaterra. Al otro lado del Atlántico, en Boston estalló otra epidemia de viruela y fue cuando Cotton Mather, que no conocía la nueva habilidad de lady Mary, convenció a Zabdiel Boylston de que hiciese el experimento, raspando las pústulas de su hijo y de dos de sus esclavos. Inocularon a 280 personas en varios lugares, e hicieron un estudio epidemiológico.

    De los 11.000 habitantes de Boston solo quedaron 5.980 en la ciudad, porque los demás huyeron ante la epidemia. De ellos murieron 844 entre los no vacunados, o sea el 14 %, pero de los vacunados solo 6, el 2,4 %. La variolación, como entonces se llamaba, hizo furor entre las clases altas, pero se dejaba para los períodos de epidemias, y por eso la enfermedad volvió a Boston en 1750. No obstante la mejora de la técnica, al sustituir la incisión profunda por un pequeño pinchazo, y la creación de hospitales para aislar a los enfermos en la epidemias consiguieron controlar la enfermedad.

    En Francia Luis XV había muerto de viruela en el año 1774, por lo que el rey Luis XVI decidió vacunarse en junio, lo que convenció a la población que pudiese a hacerlo. La técnica fue mejorada por Edward Jenner, que cambió la variolización por la vacuna, por haber extraído el principio de las vacas. Sistematizó el tratamiento en 1898 en su libro: An inquiry into the causes and effects of variolae, vaccinae, a disease discovered in some western countries of England, particularly Gloucesterchire, and know by the name of Cow Pox. Un libro traducido inmediatamente al alemán, francés, español, latín y holandés.

    La vacunación comenzó a hacerse sistemáticamente en Inglaterra o Rusia. Para poder trasladar la vacuna a largas distancias se llevaba en los viajes a personas no inmunizadas, se vacunaba a una, y cuando sus pústulas estaban maduras, se le transfería la enfermedad a otra, y así sucesivamente. Esta fue la técnica que Francisco Javier Balmis empleó por encargo del rey entre 1804 y 1806 en su viaje desde España a América, y desde allí a Filipinas y China. Utilizó como portadores a niños huérfanos.

    Poco a poco se fue erradicando la viruela. En 1979 se anunció la erradicación de la enfermedad. Sin embargo hay una reserva estratégica de 200 millones de vacunas. El éxito de las vacunas y “variolizaciones” de la viruela aún está por aclarar, porque no se podía saber cuál fue la razón de su eficacia, ya que no se conocía la existencia de los virus, ni evidentemente el virus concreto. De todos modos, esta historia no es un ejemplo de la existencia de la providencia divina a favor de los blancos frente a los indios, sino un ejemplo del triunfo en la lucha contra una enfermedad.

    30 abr 2020 / 00:21
    • Ver comentarios
    Noticia marcada para leer más tarde en Tu Correo Gallego
    TEMAS
    Tema marcado como favorito
    Selecciona los que más te interesen y verás todas las noticias relacionadas con ellos en Mi Correo Gallego.