Lo que aprendimos en Catar

EN la borrosa tarde del domingo pasé tres horas largas viendo fútbol y lo que siguió al partido. Cientos de millones de humanos hicímos lo mismo.

Creatividad, trabajo colectivo, inteligencia, atletas velocistas que frenan en seco, un mixt de euforia y decepción.

Protocolo en el acto final. En la entrega de medallas jefes de estado, técnicos, organizadores, se sometían a jerarquía y a esa Liturgia civil. Perdedores mohínos, ganadores eufóricos, unos y otros exhibieron nobleza de espíritu.

Entrevistas a vencedores, algunos con su hijo a hombros, triunfadores que dedican su premio a su gente, a su país; y hablan de humildad, de tenacidad, de fe. Trescientas mil horas repitiendo la misma jugada. La Semiología ve indicios y señales de otra cosa en cada muestra de la realidad.

Las 80.000 personas apretadas en el estado de Lusall juntaron franceses, argentinos y, fuera del campo, a docenas de millones de paisanos frente al televisor. Cada uno con su careto, su biografía, su pena y su gozo.

Fue una hora momento de unanimidad –ánima unida– de respiración universal unísona. Jugadores de piel negra y blanca entreverados que no han nacido en los países que representan pero en los que argentinos y franceses blancos depositan su honor y respetan el reglamento internacional que aplica un árbitro polaco.

Me pareció imagen de la Sociedad ideal; un código de juego limpio revela que hay Derecho sobre la Fuerza; una hipotética guerra entre países es delegada en veintidós luchadores sin sangre. En la competición solo uno alcanza la victoria: los perdedores aceptan la derrota y el ganador los saluda con respeto.

Nos enriqueció ese compendio de antropología en la final de la Copa del Mundo. El mismo día en que Ucrania padece la vesania rusa la paradójica Humanidad celebramos un acercamiento honorable.