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Los otros

    SE los ve a cualquier hora del día o de la noche, con su jersey de punto o su anorak para que ni el frío ni la lluvia importunen su paseo diario. Les hablamos tiernamente, siempre llamándoles por su nombre, y, cuando llegamos a la terraza del café, les cogemos en el regazo para acariciarlos y besarlos con todo nuestro amor.

    Tienen su cartilla sanitaria al día y, si algún mal les aqueja, pedimos raudos cita en la clínica de turno. Son, hay que reconocerlo, los príncipes y las princesas de nuestras casas vacías. Con sus crisis de identidad y sus problemas psicológicos, con sus trastornos alimentarios y sus juguetes, con sus peinados a la moda y sus coquetos corte de pelo. Son, en fin, nuestras mascotas.

    No crean ni por un momento que soy insensible a la importante función que cumplen en nuestras vidas. Faltos de hijos y de nietos, les entregamos todo nuestro cariño, que ellos nos devuelven con creces. Pero la cosa comienza a ser chocante y hasta ridícula porque no es lo natural. Todo lo que hacemos con nuestras mascotas debería ir destinado a nuestra prole y, al no tenerla, entregamos a perros, gatos y demás animales no humanos que nos acompañan, nuestros mejores sentimientos.

    Ellos disfrutan, cómo no, porque esa vida llena de cuidados y mimos les parece el edén. Pero también sufren severas crisis de identidad. La primera y más importante renegar de su especie y de su raza creyendo, equivocadamente, que son cachorros humanos. A veces necesitan varias sesiones psicológicas para que se percaten de lo que, en realidad, son.

    Les hablo de problemas de este primer mundo en el que tuvimos la fortuna de nacer, mientras hay personas, pequeñas o mayores, que pasan necesidad. Da que pensar.

    16 ene 2023 / 01:00
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