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Los profesores quemados

No deja de llamar la atención que cada vez más profesores de los niveles medio y superior soliciten la jubilación voluntaria, una vez cotizados los años necesarios para poder disfrutar de la pensión completa. Los funcionarios docentes pueden hacerlo una vez cumplidos los sesenta años, no necesitando así llegar la edad de su jubilación obligatoria, que son los sesenta y cinco. El ministro de Seguridad social no deja de insistir en que tenemos un caótico sistema de pensiones, en el que hay tantas excepciones que, de hecho, aunque el 1 de enero de 2021 la jubilación obligatoria será ya a los sesenta y seis años, la realidad es que la edad real de jubilación se sitúa en torno a los sesenta y dos.

Parece notoriamente injusto que, mientras que nadie puede jubilarse voluntariamente en el régimen general antes de los sesenta y tres años, aunque haya cotizado ya 45, por ejemplo, sin embargo los funcionarios sigan teniendo su jubilación obligatoria a los 65 años y no a los 66 del próximo enero, pudiendo algunos prejubilarse a los sesenta. No deja de ser una curiosidad.

Pero no es éste el tema que nos interesa, sino el saber por qué tantos profesores se jubilan o se quieren jubilar, porque muchos dicen: “en cuanto pueda me jubilo”, “esto no lo aguanto más”; “esto es absurdo”, cuando no “esto se ha convertido en un circo”. Los profesores, o por lo menos buena parte de ellos, están a disgusto porque no se sienten reconocidos, ni por sus alumnos ni por las autoridades académicas, y porque ven además que han perdido el prestigio social que tuvieron en otros momentos. Se sienten sometidos a presiones desde distintos frentes, y por eso se sienten quemados.

Para comprenderlos deberíamos hacer una reflexión sobre la naturaleza de la autoridad y sobre las relaciones entre superiores y subordinados, comenzado con ejemplos tomados de un mundo en el que la autoridad rige de un modo absoluto: el militar.

Hay un dicho en la marina inglesa que dice: “en un barco, después de Dios, solo manda su capitán”. Esto quiere decir lo siguiente: supongamos que una flota está desplegada y el almirante que la manda la dirige desde su buque insignia. El almirante manda sobre toda la flota, le asigna su misión y la coordina, pero no le puede dar órdenes al capitán de su buque insignia sobre el funcionamiento interno del mismo en ninguno de los sentidos. Hay otro buen ejemplo. En la I Guerra Mundial los estados mayores se situaban a unos 20 kilómetros del frente para estar fuera del alcance de la artillería enemiga. Cuando el jefe de un ejército ordenaba una ofensiva no tenía contacto con sus unidades porque los medios técnicos de la época no lo permitían. Como además la ofensiva podía durar muchas horas, lo que solían hacer los mariscales era echarse a dormir, esperando los acontecimientos. Puede parecer insultante, pero es que tampoco tenían medios para cambiar su plan de ataque y además ahí también regía el principio de que “en un regimiento manda su coronel”. En el extremo opuesto a esto tenemos al general Norman Schwarzkopf, que tuvo el mando de un ejército de medio millón de soldados en la I Guerra del Golfo. En ella los sistemas de comunicación y mando eran muy sofisticados, pero ese general hizo un mal uso de ellos porque al pretender saber en cada momento cuál era la situación de cada unidad dificultó sus misiones. Tenemos a un general acosador de sus mandos inferiores, debido a su obsesión por ejercer un control absoluto mediante la tecnología.

Los ejemplos militares sirven porque el funcionamiento de la autoridad es igual en todas las organizaciones y lo único que cambia son sus grados y matices. Se suelen distinguir en el ejercicio de la autoridad dos componentes: el liderazgo y el mando. El liderazgo hace que una persona sea reconocida espontáneamente como superior, dentro de un marco determinado, y que sea reconocida porque sus subordinados aprecian sus cualidades para el mando y se siente arropados y defendidos por él. Hay entonces una relación de confianza mutua entre superior y subordinado y esa confianza va unida a un respeto por ambas partes. Un líder puede ejercer el mando de un modo más o menos técnico y con mayor o menor eficacia. Puede corregir sus errores porque escucha a sus subordinados y no se considera infalible, de ahí el respeto mutuo. El caso contrario es el de quien solo quiere mandar.

Se manda porque se puede mandar, y porque a mucha gente les encanta mandar. Pero esa pasión por el mando, que fue magistralmente analizada por San Agustín bajo el concepto de libido dominandi, suele estar unida al placer de someter y humillar a los demás. Cuando quien manda no posee liderazgo, lo que no puede ocurrir en los niveles superiores, pues en ellos una mínima capacidad de liderazgo es imprescindible, pero sí en los medios e inferiores, sabe que no es reconocido por los demás como capaz para el mando. Podríamos decir que tiene un problema de autoestima, y por eso sublima su frustración personal en la pasión por someter a los demás, que suele ir unida al deseo de acumular riqueza y honores y reconocimiento social. Como su alma es un cascarón hueco, cree que, reforzando la cáscara, revitaliza su inmenso vacío interior.

El problema de la enseñanza media y superior es que en ella ha desaparecido el liderazgo y solo queda el mando por el mando. Como no hay liderazgo no hay reconocimiento ni respeto mutuo entre inferiores y superiores. Y cuando el superior no reconoce ni respeta al inferior, sino que solo manda sobre él, entonces una institución entra en crisis, porque ha perdido el conjunto de valores en los que todas las instituciones se basan. Los subordinados se sienten humillados, y con razón, porque ven que quien les manda, en los niveles medios e inferiores, lo hace solo porque le toca. Y como ejerce el mando para conseguir dinero, honores, o sublimar su frustración, normalmente tiende a caer en la arbitrariedad. Como quien ejerce el mando por el mando no suele ser una persona brillante, ni siquiera capaz a veces, se suele equivocar. Sin embargo, no reconocerá nunca que se equivoca, porque no entiende por qué está haciendo las cosas mal y porque además piensa que no necesita escuchar a nadie. Él solo obedece a quien tiene un mando superior, mientras no pueda ocupar su lugar, para seguir mandando de la misma manera.

Los mariscales de la I Guerra Mundial no controlaban sus unidades más que de lejos, el general Schwarzkopf las asfixiaba a distancia. En la actualidad, a pesar de la informática, los satélites y los drones, los ejércitos de las grandes potencias no consiguen controlar el mundo. Irak y Afganistán, los dos mayores fracasos de la historia militar norteamericana, son buena prueba de ello. No consiguen controlar para bien, pero sí fastidiarlo y perjudicarlo. Y esto es exactamente lo mismo que ocurre en la educación, aunque eso sí, sin bombas.

En la educación ha desaparecido el liderazgo, porque se ha perdido todo su sistema de valores. El liderazgo en la educación se basa en la jerarquía del saber real y desinteresado, en el trabajo y el servicio para lograr la transmisión del saber y los valores propios de cada profesión, y en el sentimiento de pertenencia a una comunidad educativa. En esa comunidad habrá superiores e inferiores, pero todos son personas con la misma dignidad y todos merecen respeto y reconocimiento. Si ese respeto y reconocimiento desaparecen solo quedará el mero ejercicio de la autoridad, del mando, de un mando sin liderazgo que tenderá a caer en la arbitrariedad, el abuso y que irá de error en error, tratando de corregir un error con el siguiente y destruyendo así poco a poco las instituciones docentes, con la inestimable ayuda de los medios informáticos que incrementan exponencialmente la capacidad de control.

Cuando desaparece el liderazgo y solo queda el mando en los ejércitos, la política y todas las demás instituciones, se inicia un proceso de marginación de las élites intelectuales, científicas, empresariales y de todo tipo y entonces comienza el ascenso a los cargos de los peores, que serán implacables acorralando a los mejores e intentando someter, controlar y humillar a la mayoría, apenas ocultando su incompetencia y su desmedido afán de demostrar su placer por el mando.

Nuestros profesores, medianamente pagados, ven cómo compañeros suyos que no son mejores que ellos ni están mejor formados intentan controlarlos cada vez más, exhibiendo su pasión de mando de un modo a la vez arbitrario y crecientemente incompetente. Están inermes ante estos nuevos mandos, porque los sindicatos no frenan estos abusos, debido a que sus miembros forman parte de este mismo sistema de mando y control, al igual que los políticos y los aspirantes a serlo, que comparten una loca carrera ascendente en la que flota mejor quien tiene menos densidad. Mientras tanto los profesores prejubilados, como el Cándido de Voltaire, se van a cultivar su jardín al ver que el mundo es malo y ya no se puede cambiar.

02 ago 2020 / 00:20
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