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Memoria del desastre

    SE CUMPLE un año del primer infectado por COVID, dicen en los informativos. Se hace memoria del desastre. Uno no sabe si hacerla con las cifras o con las emociones. Durante doce meses, desde aquella aciaga primavera a la que ya está a punto de reventar en el calendario y que florece en los almendros, hemos sufrido un relato agobiante de datos y más datos, unos malos y otros peores. Es culpa nuestra atender a la barrila, a la letanía. Es cierto. Cada día traía su curva, su sermón, sus porcentajes, las escaladas y las desescaladas. Sólo liberarnos de este lenguaje va a costar un mundo.

    Ahora, con los datos mejorando, las cifras parecen dañarnos menos. Es entonces cuando se mira a los ojos de la gente. Las tertulias han mareado todas las perdices. Hubo momentos en que tenías que mirar un mapa para saber dónde empezaban las restricciones. La gente preguntaba qué estaba permitido y qué no. Un poco sindiós, o sea, que es lo que suele provocar la sobredosis de información. No digo que no fuera todo ello con buena intención. Prevenir el contagio, aligerar las calles que ahora lucen abarrotadas con este sol incipiente y aún frío. De acuerdo. La pandemia nos ha sacudido a todos, pero a unos más que a otros. Déjense de historias: no crean que el mal y el dolor se reparten por igual. Eso no pasa nunca.

    Un año después, lo que se ofrece es esperanza y vacunas, aunque con lentitud. Cuando baje al agua del naufragio y comiencen a aflorar las ilusiones rotas quizás nos hagamos una idea más aproximada. También hará falta que lleguen las retroexcavadoras para mover tanto número, tanto porcentaje: limpiemos, por favor el horizonte. El panorama se ha aclarado algo, en efecto, con la misma timidez de este sol de marzo. Los pabellones deportivos y palacios de exposiciones se han llenado de jóvenes haciéndose cribados y de mayores poniéndose vacunas, la que toque. Lo mejor de todo esto es que la ciencia se abre camino, y sólo la ciencia nos sacará de este lío.

    Hay una larga procesión de hombros desnudos. Mi hombro por un futuro. La larga cola de los que esperan la dispensa de la dosis, esos botecitos de los que se ordeñaron los restos, como se hacía en tiempos de escasez con casi todo. Muchos de los que se vacunan saben de qué va todo esto: conocieron épocas aún mucho peores, incluso los conocimos nosotros, que somos un poco más jóvenes. No será por falta de experiencias crudas. Lo que cabe preguntarnos es por qué nos pasan tantas cosas malas, en qué momento se jodió el Perú, o lo que sea. Para vivir en la edad moderna, con tanto progreso, nos pasan demasiadas cosas. Después de esto la gente va a demandar que la dejen en paz. Hay que limpiar todo lo contaminado, pero también la cabeza.

    Me dicen que uno de los síntomas de que la pandemia remite, al menos de momento, es el regreso de la ferocidad política. Aquí, si termina o flojea una preocupación se sustituye de inmediato por otra. Qué manía. Como el agua, que tiende a ocuparlo todo, las peleas partidistas llenan cualquier vacío. Si vamos a sustituir esta gran letanía de las cifras de la pandemia por nuevos capítulos de bronca en la vida pública, mejor nos dedicamos a otra cosa. No podemos pasar del dolor al jaleo, del luto a la lucha en el barro.

    Que se abstengan rompehuevos y amantes del quilombo como ejercicio de estilo. Ojalá que llueva una revolución cultural, sexual o lo que sea. Un viento que limpie este siglo acomplejado. Necesitamos luz, más luz, y ello a pesar del precio de la factura.

    06 mar 2021 / 01:00
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