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Olona y la permanencia de las mujeres en la política

    CONFUNDIDA entre el tráfago de noticias veraniegas acabamos de conocer la reciente despedida de Macarena Olona de la política. La abogada emergió como estrella fulgurante en el firmamento de Vox, partido con evidente escasez de liderazgos femeninos reconocibles. Esgrimió razones de salud para renunciar a su acta como diputada autonómica, después de no haber cumplido las expectativas que despertó su candidatura en las recientes elecciones andaluzas.

    Esas mismas elecciones parecen haberse cobrado a la vicesecretaria general del PSOE, Adriana Lastra, quien comenzó su actividad política a los 16 años. Se escudó igualmente en la salud, esta vez en un embarazo de riesgo, para dar un paso al costado.

    Previamente, el país vio salir de la primera línea, arrastrada por un caso de abuso sexual a menores tuteladas que compromete a su exmarido, a Mónica Oltra, vicepresidenta, portavoz y consejera de Igualdad y Políticas Inclusivas de la Generalitat Valenciana por Compromís. También en el ámbito de la política autonómica, hace poco más de un año renunció por sorpresa y en momentos en que se perfilaba para ocupar la vicepresidencia económica del Ejecutivo catalán la dirigente de JxCat, Elsa Artadi, persona de la máxima confianza de Carles Puigdemont.

    El Partido Popular es un caso de estudio en sí mismo. Isabel Díaz Ayuso, Cuca Gamarra y una extrañamente silenciosa Cayetana Álvarez de Toledo han reemplazado en los titulares a Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre, Soraya Sáez de Santamaría y Cristina Cifuentes.

    Dado que las mujeres ostentan en España importantes posiciones políticas, con un 60,9% en el Consejo de Ministros donde ocupan las tres primeras vicepresidencias, la presencia fija sustentada en buenos datos no impide preguntarse –más allá de la casuística– si no asistimos a una menor permanencia de las mujeres en la vida política cuando, como contrapartida, habría factores que la facilitan como la inexistencia de límites a los mandatos. Se trata de una preocupación todavía incipiente en los estudios de género, que siguen muy centrados en la superación de las barreras de acceso a los cargos de representación y no sin razón: solo 26% de mujeres ocupan cámaras bajas o únicas de los parlamentos nacionales según la Unión Interparlamentaria Mundial (UIP).

    En ese cuadro, una dimensión a indagar, además de ambición y dedicación, trayectoria política, partido de pertenencia o características sociodemográficas, es la existencia de violencia contra las mujeres en la política. Se entiende como tal “una forma de violencia de género contra las mujeres que hace referencia a cualquier acto o amenaza de violencia física, sexual o psicológica que impide que las mujeres ejerzan y vean realizados sus derechos políticos, así como ciertos derechos humanos”, según ONU Mujeres.

    Sobre ella, poco o nada se debate, a pesar de la importancia mediática que se le da a la violencia machista. Y, cuando ello ocurre, se banaliza. Un ejemplo lo proporcionó recientemente Isa Serra, portavoz de Podemos, al utilizarla para intentar contrarrestar las críticas por el viaje a Nueva York de Irene Montero, ministra de Igualdad.

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