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Perímetro

    DE PRONTO hemos empezado a ser conscientes del perímetro. No sólo el de la ciudad, o el del barrio confinado, sino de nuestro propio perímetro. El que marca nuestro cuerpo, palmo a palmo, de la cabeza a los pies, el que mide el índice del miedo, mucho más que el índice de masa corporal. La pandemia nos inunda con datos y cifras, cada noche tenemos que despojarnos de esas toneladas de números, rojos o amarillos, que durante el día han sido arrojados sobre nuestra piel, y entonces, al caer la noche, dejamos libre al fin nuestro vigilado perímetro humano, que brilla como un poema de amor.

    Los anónimos hemos sido masa y pueblo, gente con voz en las tabernas, donde se hacían discursos épicos para arreglar el mundo, discursos que ahora añoramos, como al crecer se añoran los juegos infantiles del verano. Pero poco a poco nos hemos convertido en seres singulares que ostentamos como animales exóticos un perímetro niquelado, eso que nos separa de los otros, esa frontera que no es muro de Trump, sino del puto virus.

    Siempre quisimos mezclarnos con la calle, abrazarnos y fundirnos como en un cuadro de Genovés, quisimos acercar los labios y los ojos en la oscuridad de los garitos, confiar en el otro y sumarnos a su perfume y a su sudor, pero han venido a decirnos que ya no es posible, que marquemos bien nuestro perímetro, que seamos frontera e isla, que dejemos bien claros los contornos a los que obliga la distancia de la seguridad, porque nos rodea un mar embravecido, porque hoy lo que brilla en la noche es la cicatriz de una trinchera, somos luciérnagas sobrevolando la gran laguna de la desdicha.

    Miro el mapa del miedo y ahí están esos perímetros cerrados, esa línea imaginaria que nos separa, preventivamente, esa invisible frontera que sólo se puede saltar con justificantes de empresa o con motivos muy fundados. Estamos en un tiempo perimetral, que es otra de esas etiquetas novedosas que ha traído la pandemia. De pronto hemos tenido que redescubrir los límites del territorio no prohibido, como en la niñez, cuando había señales en el paisaje que marcaban hasta dónde podíamos aventurarnos.

    El perímetro acota el discurrir de la nueva vida, es la proyección de la burbuja doméstica, esa que conocimos en el confinamiento. Como corresponde a este tiempo de invisibilidades, no es necesario verlo, porque ahora todo lo que produce miedo es perfectamente invisible, fantasmagórico, intangible, pero me temo que muy real. No hay nada más terrorífico que el mal que no se ve, pero se siente.

    La epidemia nos ha convertido a cada uno en isla y en frontera, en muro frente al otro. Somos un yo perimetral enmascarado. Las calles son procesiones de ojos que quizás recelan de esa línea marcada a fuego que es la línea de nuestra piel. Aborrecimos las fronteras, amamos los abrazos, pero ahora somos una línea continua impenetrable. Recortados en el aire amarillo del otoño, deambulando en la confusión del momento, comprobamos el estado de nuestra propia geografía humana, ofrecemos una lección de anatomía del cuerpo castigado por la vida. Somos rocas errantes en el espeso oleaje de las incertidumbres, náufragos del futuro, somos ciudades sitiadas, carne y huesos perimetralmente clausurados por el mal invisible. Pero cierto.

    31 oct 2020 / 00:00
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