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En la vida podemos establecer dos tipos de relaciones, las personales y directas y las demás relaciones sociales. Las relaciones personales no tienen ni género ni nombre, en contra de lo que se dice, y se basan en la interrelación entre un yo y un tú, o entre un nosotros y un vosotros. Si lo pensamos bien, nos daremos cuenta de que los pronombres de primera y segunda persona no tienen género, no hay un yo ni un tú femeninos o masculinos, cuando pensamos, sentimos o hablamos. En un diálogo entre dos personas cercanas utilizamos fundamentalmente yo y tú. Y esa es la base de una relación de pareja, sea del tipo que sea. Una pareja, ya sea provisional o fija, son dos personas que se ponen de acuerdo en derribar las barreras sociales que convierten a las personas en objetos, y crear un espacio propio, diferente al resto de sus relaciones sociales. Los matrimonios de otras épocas, sobre todo en las clases altas, se dirigían a ellos mismos llamándose, por ejemplo, Sr. López y Sra. López. Con ello lo que intentaban es marcar constantemente su relación social objetiva como cónyuges. Hoy esto nos resulta ridículo, porque pensamos que las relaciones de pareja se basan en la espontaneidad, en la comunicación y en la comprensión de los sentimientos del otro. Y por eso son las más importantes de todas.

En una pareja da a veces la impresión de que sus miembros han retrocedido un poco a su infancia, por la forma en que se hablan y la manera en que se tratan, que serían imposibles en el ámbito de las restantes relaciones sociales. En una pareja cada miembro considera al otro como único: es una mujer o un hombre diferente a todos los demás, y que se ve con unos ojos especiales, que han llevado a decir que “el amor es ciego”. Se decía en el siglo XVIII que una mujer no soporta los elogios que un hombre enamorado hace de su pareja, y no los soporta porque en realidad sabe que todas esas cualidades extraordinarias en la belleza, la sensibilidad o la inteligencia sencillamente son imposibles. ¿Entonces por qué se hacen?

Pensadores de todo tipo: filósofos, científicos, psiquiatras, poetas y autores religiosos han intentado explicarlo, y les seguiremos, reconociendo nuestra deuda a la vez con san Agustín, S. Freud, J.P. Sartre, E. Husserl, fundamentalmente. Si hay algo que todos tienen en común es creer que la relación yo-tú es la relación social primigenia y la más intensa de todas, y la que separa las esferas de la intimidad y la sociedad, de lo privado y lo público.

Esa relación comenzaría en la infancia con la creación de un vínculo personal muy fuerte entre la madre y el niño. Etólogos como K. Lorenz estudiaron cómo se crea este vínculo madre-cría en algunas especies animales, llamado impronta. En sus experimentos cambió, por ejemplo, a una pata por la imagen de una pata y consiguió que la cría recién nacida estableciese ese vínculo con la imagen y no con el animal real. San Agustín y Freud hicieron un análisis muy similar sobre este tema. Para ambos la relación interpersonal básica es la que se crea entre el niño y la madre, y más concretamente, el pecho de la madre, del que el niño obtiene alimento y placer, y que le lleva a querer monopolizar el cuerpo de la madre. Para el niño su madre es diferente a todas las mujeres y las demás madres, y para la madre su hijo también. Sabina Spielrein, una discípula de Freud, creó una hipótesis fonética muy interesante. Se preguntaba por qué en muchísimas lenguas la madre se nombra con palabras con el fonema m: madre, mutter, y diminutivos como mami y mom, y para nombrar al padre se utilizan palabras con p. M y p son labiales. Cuando decimos mamá cerramos los labios, y cuando decimos papá los abrimos. Eso sería un reflejo de los movimientos de succión del bebé. Chupar le da placer y abrir la boca al decir p, supone interrumpirlo. Esa sería la dinámica de las relaciones personales: yo-tú y yo-él. El padre sería opuesto y ajeno al niño y encarnaría la autoridad, la ley y la realidad social, más allá de la esfera de intimidad entre el niño y su madre.

Esa relación de intimidad es la base de la relación amorosa, en la que los componentes orales son muy importantes, y también sería, según san Agustín y Freud, la base del sentimiento religioso. Agustín se dirige a Dios en sus Confesiones siempre en un diálogo yo-tú, pero en el que Dios, al que le habla en directo como persona, es una persona superior, que me puede castigar o proteger. Si las religiones se basan en las figuras del dios padre y las diosas madres, sería, según Freud, porque encauzan esas relaciones personales básicas bajo el prisma de la intimidad, pero también de la autoridad. Dios se identifica con la ley, con las normas objetivas, pero no con las normas objetivas que rigen el comercio, la guerra o el curso de la naturaleza,- a pesar de que la haya creado, sino con unas normas objetivas que se deben cumplir. Esas normas pueden ser represivas, a veces, pero son la base que permite convertir las relaciones sociales en relaciones personales, al hacer que consideremos a los demás como si fuésemos nosotros mismos, o lo que es lo mismo, como personas y no objetos, como fines en sí mismos y no como medios, o herramientas, para el logro de nuestros propios fines y la satisfacción de nuestros deseos.

La relación yo-tú se basa muchas veces en la mirada y la contemplación del cuerpo, y sobre todo la cara y los ojos del otro. J. P. Sartre, E. Husserl y E. Levinas han escrito sobre esto páginas magistrales. Al mirar al otro podemos objetivarlo y verlo como un cuerpo, vivo o muerto, podemos comprender sus sentimientos y pensamientos mediante la empatía. Cuando decimos: “eso no te atreves a decírmelo mirándome a la cara”, expresamos muy bien el poder de comunicación de la mirada. La empatía es un sentimiento humano esencial. Algunas personas, los llamados psicópatas desalmados, carecen totalmente de ella, y por eso matan, torturan y hacen daño sin sentir nada, o sintiendo placer. La empatía es una de las bases de la vida social. Y necesitamos expresarla de muchas formas, como son el arte y la religión para los creyentes.

La poesía lírica, sobre todo, pero también el resto de la literatura, la música y las demás artes, son un cauce esencial para la expresión de nuestros pensamientos y sentimientos, de la misma manera que lo es la oración en las religiones, o la celebración de las liturgias, que dio lugar al nacimiento de las diferentes artes en otras épocas. Pero da la impresión de que ahora ya no solo no queda lugar para la religión, cuya práctica retrocede, sino tampoco para el pensamiento ni para la empatía moral ni el sentimiento.

Vivimos en un mundo basado en el desarrollo acelerado de la técnica, puesta al servicio del mercado y el poder militar. En ese mundo el pensamiento, entendido como la búsqueda del saber que proporciona el verdadero placer, no tiene lugar. La pasión por el saber cede paso a la pasión por el placer estúpido, por el placer sin pensamiento. La estupidez no es ahora un insulto, sino un concepto o una categoría histórica que da sentido a una época, en la que se ha hecho creer a la gente que no sufre la penuria económica, la opresión física, el dolor o la enfermedad, que todo el mundo y todas las relaciones sociales son relaciones a su medida: son relaciones yo-tú, en las que cada cual es el centro del mundo, como el lactante lo era para sí mismo en el pensamiento de Freud y san Agustín.

La piedra angular de la estupidez es el yo, sus deseos y opiniones, al margen de los deseos, opiniones y sufrimientos de los demás. Revindicamos nuestro derecho a opinar y sentir, sin darnos cuenta que eso solo tiene sentido si lo convertimos en un principio moral o legal. Si yo puedo pensar o sentir lo que quiero sin límite alguno; entonces no me importa lo que pienses o sientas tú, y viceversa. Si así fuese, el mundo sería la nave de los locos. No lo es, y no lo es porque se rige por las leyes naturales, económicas o del poder militar, que no son opiniones ni elecciones sentimentales. Si, por el contrario, yo te reconozco tu derecho a opinar y sentir, porque creo que hay un principio superior a ti y a mí que nos une, entonces un diálogo será posible y podremos dejar de ser dos estúpidos –en sentido histórico global– para convertirnos en dos personas morales, dos responsables políticos y dos seres capaces de ponerse cada cual en el lugar del otro.

Casi nadie quiere que así sea, porque entonces habría que cambiar el mundo para poner fin al dolor, la opresión y la estupidez. Nuestros dirigentes prefieren que seamos estúpidos, que miremos el móvil estando a la mesa en lugar de mirar la cara a los otros, que crucemos el paso de peatones mirando también el móvil, porque no ya no podemos dejarlo casi ni por un momento. Y que creamos que somos tan importantes que todos somos el niño caprichoso de mamá, en un mundo en el que, en realidad, los sentimientos y sufrimientos de las personas no tienen ningún valor para los que mandan. Parece que han ganado, al hacer creer a muchos que los que sufren están muy lejos, o son tantos que no podemos hacer nada por ellos, y que en realidad dan igual, porque lo que a ellos les pasa nunca nos va a pasar a nosotros. Hasta que nos pase, entonces nos daremos cuenta de por qué éramos estúpidos.

03 oct 2021 / 01:00
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