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Que tenemos que hablar de muchas cosas

    EUROPA tendría que estar hablando de los jóvenes, de los viejos, de las mujeres, de los hombres, de los niños, de las niñas, de los libros, del agua, del trabajo, del amor, de los males de la frontera, de la energía verde (¿qué es por fin?), de la calidad del aire, de la libertad, de la diversidad, de la tolerancia, de la empatía, de los precios, de la vivienda (o de la falta de ella), del talento, de la creación, de la libertad en la creación, del humor, de los cómicos, de los agricultores, de los pescadores, de los ganaderos, de los periodistas, de los médicos, de los enfermeros y de los enfermos, de los inmigrantes, de los pobres, de la clase media cada vez más pobre, de los ricos, de los ricos muy ricos, de los generosos, de las ciudades atestadas, de las ciudades complejas, de los pueblos vacíos o vaciados, de la gente triste y deprimida, de la tecnología y su gran reto, del mar, de la tierra.

    O sea, que hay mucho que hablar. Eso es Europa, o debería serlo siempre. Un diálogo, una conversación: pero para eso no sólo es necesario encontrar quién hable (o escriba tuits), es necesario encontrar también quién escuche. El ruido denso de “mi opinión es tan válida como la suya” nos lleva a construir muros de semántica que marcan enormes distancias, porque se diría que hay mucha más gente dispuesta a hablar que a escuchar. Y sí, hay que hablar. Desde luego. Pero una conversación es algo más.

    Nadie sabe quién generó primero esta bronca latente, esta confusión que nos sobrevuela, pero tiene que ver, creo, con empecinarnos en tener siempre la razón. Nadie quiere dar el brazo a torcer, y eso cansa mucho. Y enfada mucho. La sobredosis de realidad a la que nos entregamos cada día nos hace más ansiosos, pero también nos provoca la sensación de que lo sabemos prácticamente todo. Por eso opinamos también de todo. La tecnología nos entrega unos minutos de fama, que decía Warhol, y es una pena utilizarlos para vandalizar el lenguaje o para discrepar siempre del otro, porque la confrontación es el deporte de moda. Estar de acuerdo dejó de resultar atractivo, lo cual, al menos en una democracia, es para hacérselo mirar. Y aunque algunos anuncian que la moderación está en camino, tengo mis dudas.

    Habría que hablar de todas esas cosas del primer párrafo, y de muchas más, y eso es hablar de la vida. Pero resulta que ahora mismo estamos hablando de tanques. Aunque tenemos suficientes preocupaciones en la vida doméstica, la guerra en Ucrania no puede olvidarse (como tantas otras se han olvidado). Nadie puede decir: eso no va conmigo. Nadie puede decirlo. La vida en Europa ha sido sacudida por esa extrañeza, por algo que muchos percibimos como anacrónico, incompatible con el siglo XXI (al menos, claro, en este lado del mundo: conviene ser honestos y reconocerlo). Pero esa postura intelectual, cultural, filosófica, quizás estética, choca con lo que emiten las pantallas en los informativos, aunque luego volvamos a los magacines, y a los realities, y a los talent, y a las series. No podemos evitar que la realidad supure ese dolor que tiñe las paredes del salón, aún entre los muebles de la modernidad. Ahí está Europa, sin poder hablar del progreso y de lo verde, y de la empatía, y de esas cosas de las que se habla en los paraísos, porque de pronto todo se torció, y los tanques se han convertido en parte de un vocabulario de urgencia, como también la bomba nuclear, y la muerte, y la barbarie, esas palabras que no querríamos en el diccionario.

    21 ene 2023 / 01:00
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