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Santiago 1939: más que una anécdota en un funeral

Decía el gran músico Joseph Haydn que “los silencios son las cosas más difíciles de escribir”. Y esto es cierto no solo en la música, sino también en la literatura y en nuestra vida cotidiana. Hay muchas clases de silencios. A veces nos quedamos callados porque no tenemos una respuesta que dar, otras porque queremos ocultar algo, y otras porque tenemos miedo de lo que nos pueda pasar si hablamos. Pero hay también silencios elocuentes, los silencios que dicen más que las palabras, cuando no se dice lo que se espera de nosotros que digamos. Vamos a rememorar uno de esos silencios, el que se pudo escuchar el día 17 de abril de 1939 en la Catedral de Santiago, cuando el arzobispo D. Tomás Muniz Pablos pronunció una oración fúnebre por los muertos en la guerra. No podemos escuchar sus palabras, pero sí leerlas, porque él mismo se encargó de publicarlas en el folleto Oración fúnebre que el día 17 de abril de 1939 predicó el Excmo. Sr Arzobispo D. Tomás Muniz Pablos en los solemnes funerales que por los muertos en la guerra celebró la S .I. Catedral de Santiago de Compostela, Imprenta, Lib. y Enc. del Seminario, 1939.

Lo primero que llama la atención es que los funerales son por los “muertos en la guerra”, y no por las caídos en la cruzada ni por los caídos por Dios y por España, por lo que ya en la portada tenemos un silencio elocuente. Debemos preguntarnos quién era Tomás Muniz Pablos (Huelva, 1874-Santiago, 1948).

Se trataba de un eclesiástico que había desarrollado su carrera sacerdotal y cursado estudios teológicos superiores, que llegó a Santiago como arzobispo en el año 1935. En su labor pastoral promovió el desarrollo de la Acción Católica y del movimiento obrero católico y también la asistencia económica y social. Podríamos preguntarnos qué actitud tuvo en el mes de julio de julio de 1936, cuando se produjo la sublevación militar, y para comprenderla debemos tener en cuenta las siguientes circunstancias. La primera de ellas es la situación de la ciudad de Santiago. En ella cuando el 18 de julio se escuchó a las primeras horas de la tarde por la radio la noticia del golpe de estado, tendríamos por una parte a las tropas que estaban acuarteladas, y por otro se crea en el ayuntamiento un Comité ejecutivo del Frente Popular, formado por Rafael Frade, Miguel Alcalde, José Pasín, Fernando Barcia, Cándido Sánchez, Luis Rastrollo, Celestino Barcia, Manuel Maroño, Jesús Viero, Marcial Villamor, Ricardo Nogueira, Juan López Touriño, Jesús Rodríguez, Ricardo Rosende, José Vila, Jesús Hortas, Samuel Gómez, y Domingo Pardo y Lema.

Ese comité intentó mantener la legalidad vigente y conseguir armas en el cuartel de la guardia civil y en los cuarteles, para lo que creó el día 19 una comisión de armas y municiones, acudiendo también a las armerías de la ciudad. Al día siguiente comienza a realizar incautaciones y se coordinan con los mineros y grupos procedentes de pueblos cercanos, como Calo. Pero todo será inútil porque el comandante Bermúdez de Castro saca las tropas a la calle y a su vez asume también el mando de la guardia civil. A la una de la madrugada de día 20 los sublevados ya habían tomado el control de la ciudad y el día 21 de julio de proclama el estado de guerra.

Es evidente que nadie le iba a preguntar al arzobispo cuál era su opinión. El bando en el que iba a estar estaba muy claro, en primer lugar porque no tenía ninguna opción personal, y en segundo lugar porque su superior, el cardenal primado Gomá, había bendecido el golpe de estado con una carta pastoral en la que había decidido que las dos ciudades de San Agustín, la ciudad del mundo y la ciudad de Dios, se correspondían con la República y los militares alzados en misión bélica y religiosa a la vez en una nueva cruzada que ratificó el Papa Pio XI. Y a todo ello habría que añadir que también era cierto que se había ejercido violencia contra sacerdotes, monjes y monjas, en el marco de la violencia general. De hecho es curioso que en uno de los párrafos de la oración fúnebre, Tomás Muniz habla de “¡Cadáveres calcinados, escarnecidos o insepultos de los obispos de Almería, de Guadix, de Jaén, de Ciudad Real, de Cuenca, de Sigüenza, de Barcelona, de Lérida, de Segorbe, de Barbastro, de Teruel y Auxiliar de Tarragona!” (p. 22).

Sin embargo esta no es la tónica de una oración fúnebre en la que no se cita nunca a Franco, como caudillo de la Cruzada, ni a José Antonio Primo de Rivera como mártir, lo que en abril de 1939 no era nada habitual. Las palabras importan mucho, y por eso quiero comparar el estilo de esta oración fúnebre, que concuerda con la carta pastoral que escribió el arzobispo y fue prohibida por la censura, pero cuyas ideas podremos ver presentas en ella, con el de otro libro publicado por un canónigo compostelano.

Se trata del libro de M. Silva Ferreiro: Galicia y el movimiento nacional. Páginas históricas, Imprenta y Enc. del Seminario Conciliar, Santiago 1938, publicado con licencia del arzobispo. Este libro pretender ser mero relato de los hechos, pero su texto está trufado de retórica belicista y apelaciones que mezclan siempre a la religión con la guerra. Dice su autor: “ahí va en las páginas siguientes que íntegramente dedicamos al ilustre general Aranda y a los comandantes, jefes, oficiales, clases y soldados del 8º cuerpo de ejército, representación la más completa de todas las fuerzas gallegas, y especialmente encargado de llevar a los campos de batalla el nombre preclaro de Galicia, cuna afortunada de los héroes todos de la inmortal Cruzada, por serlo el primero y más destacado de todos ellos el Generalísimo Franco” (p. 7). M. Silva, que creía que entre la URSS y el integrismo católico no puede haber lugares intermedios, sabía con qué bando estaba él, pero también creía saber con qué bando estaba Dios.

No era éste el caso de Tomás Muniz, quien en su oración utiliza los tópicos del nacionalismo español. “La España de Isabel la Católica; austera y fuerte, como la España del Cardenal Cisneros; imperial y caballeresca, como la España de Carlos V, justa y temida, como la España de Felipe II; la España de la tradición...” (p. 28). Pero que termina su oración fúnebre de este modo: “Por otros muertos quisiera yo, antes de terminar, pediros sufragios y oraciones...Ya lo habéis adivinado... (se trata de) nuestros enemigos y verdugos”. Pero, ¡ojo! reconoce que “también nosotros tuvimos una parte de culpa en ello y debemos rectificar nuestra conducta”, añadiendo: “Clases todas de la sociedad española ¿qué hicisteis vosotros para aplacar esos odios, para desterrar esa ignorancia?

Y primeramente nosotros los sacerdotes, todos los sacerdotes, los seculares y los religiosos, los de las ciudades y los de las aldeas, ¡qué hacíamos nosotros?

Clases intelectuales, vosotros los escritores, oradores y conferenciantes y muy en particular Profesores de las Universidades, de los Institutos, de las escuelas especiales y de la Escuelas de Instrucción Primaria, ¿qué hacíais vosotros?

Clases acomodadas, vosotros los directores de comercio, de la industria, de la banca y la agricultura, ¿qué hacíais vosotros?

Y aquellos en cuyas manos la naturaleza ha puesto la educación de la niñez y de la juventud, y por tanto los destinos de la sociedad futura, vosotros los padres y las madres de familia, ¿ qué hacíais vosotros?

(...) puedo adelantaros una conclusión: y es que detrás de lo que hicimos nosotros o de lo que dejamos de hacer, vino lo que tenía que venir (...) el castigo de la ira divina, que con el desbordamiento de las masas proletarias nos ha dado lo que merecía nuestra complicidad o nuestra inconsciencia.

Esos enemigos y verdugos son en gran parte obra de nuestras manos; y así los que de ellos murieron, también tienen derecho a nuestros sufragios y oraciones” (pp. 25/27).

“Una oración por todos.

Por los que fueron nuestros héroes

Por los que fueron nuestros mártires,

Por los que fueron nuestros verdugos.” (p. 28).

No sabemos cuál fue la reacción de los fieles asistentes, que incluían a todas las autoridades. Podemos imaginar que se pudo escuchar el silencio. Pero sí sabemos que Tomás Muniz no estuvo nada conforme con la apropiación del Apóstol por el franquismo. A él no le gustaba Franco, ni a Franco él. En el Año santo de 1943 no estuvo presente en la peregrinación falangista, que presidió el propio Franco, quien se negó a hacer la ofrenda al Apóstol hasta después de la muerte del arzobispo en 1948.

El arzobispo impidió que se grabasen los nombres de los caídos en las fachadas de las iglesias de Santiago pero no pudo impedir que se hiciese lo mismo con el nombre de José Antonio en la pared de un convento en la Praza da Quintana. Estamos ante una persona discreta que se atrevió a decir lo que muy pocos pensaban y a callar lo que se esperaba de él que dijese. Si hubiese habido muchas más personas como él la historia posterior a 1939 quizás hubiese sido diferente.

Sale el sol por la cabecera de la catedral y se pone en su fachada. En 1936 amaneció un sol de odio que estaba en su cénit en 1939 y en 1948, cuando murió el arzobispo. Ese sol, sin embargo, aún no ha llegado a su crepúsculo.1

23 oct 2022 / 01:00
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