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Sobre los vivos y los muertos

    ESA frase con la que termina Los muertos, el largo relato de Dublineses escrito por James Joyce (sí, más fácil de leer que otras cosas suyas, pero también complejo y hermoso), describe exactamente la situación a la que se asoma ahora Ucrania. Como Gabriel Conroy en la historia joyceana filmada por John Huston, mirando a través de la ventana la negra noche y recordando la triste historia de Michael Furey, el efímero amor de su mujer Gretta en Galway, también la nieve cae por primera vez, lentamente, suavemente, sobre las tierras heridas de Ucrania. Sobre los vivos y sobre los muertos.

    La primera nevada era temida, porque Ucrania está desmantelada por el horror bélico, muchos no han podido hacerse con leña, la electricidad ha caído por el bombardeo de las estaciones y, leo en los periódicos, las ventanas no tienen cristales, o los tienen rotos. Esta última afirmación, tan extraña al mundo moderno, da idea del tamaño de la fragilidad. Me hizo pensar, salvando, claro está, todas las distancias, en aquella infancia mía mesetaria en el tardofranquismo, aquellas pobres ventanas que nunca cerraban bien en lo más crudo del invierno, aquellas heladas negras. Porque el frío atroz se recuerda. Se recuerda muy bien. Era, entonces, la penuria económica. En Ucrania, es la guerra. Matar de frío no es una novedad.

    Así que los corresponsales hablan de la nieve como un mal. El país ha quedado cubierto, los diez millones de ucranianos sin luz no sólo están sumidos en la oscuridad, sino cercados por el frío. Un frío que conocen bien, por supuesto, pero multiplicado ahora por el desvalimiento. La guerra siempre nos conduce a la Prehistoria. Como pensamiento, nos degrada, nos humilla. Ucrania se enfrenta ahora a la intemperie, que es un descubrimiento atroz, porque todos necesitamos un cielo protector. La intemperie de la guerra es la peor de todas, porque no sólo deja nuestros cuerpos a merced de los elementos, sino a merced de la barbarie y la soledad.

    Nieva sobre los vivos y sobre los muertos, decía Conroy, en aquella Irlanda de principios de siglo, en medio de la parálisis y del amor perdido de Gretta, del amor verdadero. Y nieva en Ucrania sobre los vivos y sobre los muertos, porque una guerra casi los iguala, una guerra implica una extraña y dolorosa convivencia con la muerte, con la posibilidad de la muerte y con los cuerpos de los muertos. La nieve cae mansamente sobre los que se aventuran fuera del refugio, sobre los que aún pueden comprar en los barrios, pero también sobre los edificios ahora en ruinas y sobre los proyectiles no detonados, que yacen peligrosamente dormidos, enterrados en un manto tan delicado.

    La nieve siempre me ha parecido hermosa. De niño me emocionaba, a pesar del frío atroz que siempre llegaba antes de las nevadas, y que se perdía después, bajo un sol indeciso. Pero la helada la hacía dura como el pedernal, igual que dejaba escamas en los cristales. Sé que tengo en mí mucho de aquella memoria de la nieve. Pero la de Gabriel Conroy, como la de Ucrania hoy, es una nieve diferente. Es una nieve sin brillo, sin compasión, es una nieve de melancolía y de tristeza por lo perdido. Cae como un sudario sobre todos los cuerpos, o, como decía ayer Luis de Vega, cae como metralla. El frío como arma, la naturaleza cómplice sin saberlo. Y no sólo es el frío. Es la frialdad de lo que pasa. La frialdad que se agarra al corazón.

    20 nov 2022 / 01:00
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