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Sueños de vida y fútbol

El recuerdo del primer mundial del que tuve conciencia y las imágenes del último, recién acabado en Catar, se superponen en mi memoria emocional ligada al fútbol, formando un círculo cuyo punto central son dos victorias de la selección argentina. La primera, en la final celebrada en aquel Buenos Aires militarizado y sombrío de 1978, veintidós años antes del llegar al año 2000, y la segunda, en la del pasado domingo, veintidós años después de la mítica fecha que significó el cambio de siglo. De los dos goles en blanco y negro de Kempes, que de niño vi con mi padre en un viejo bar de la zona antigua de Pontevedra, a los dos ya en color de Messi, que contemplé con mi hija cómodamente sentado en el salón de mi casa, transcurrió la mayor parte de mi vida, más o menos afortunada, según cómo se mire, y siempre en paralelo a los acontecimientos futbolísticos más destacados que nos acompañan.

Aquel 25 de junio de 1978 en que Argentina ganó su primer mundial a mi padre y a mí se nos hizo tarde en la carretera y paramos en Pontevedra a ver el partido a la vuelta de la casa de mis abuelos en Cotobade, el pueblecito rural del que emigró a Brasil en busca de sus sueños el abuelo de Nélida Piñón, viaje que dio lugar a una vida familiar nueva y próspera al otro lado del Atlántico, muy lejos de hogar primigenio que lo había visto nacer. Por aquel entonces, la Brasil de los posteriores cinco mundiales contaba con una economía boyante y en ella la escritora recientemente fallecida pudo disfrutar de las comodidades de una existencia que aquí nunca habría tenido, y también imaginar otra que se había perdido y que de alguna manera plasmó en A República dos Sonhos, una obra donde los que se fueron y los que se quedaron dialogan sin importar las edades ni los tiempos, construyendo un fresco donde la cronología se desvanece y las historias se superponen, como mis mundiales con Argentina.

El abuelo de Nélida decidió irse y el mío quedarse, lo que no impidió que tanto ella como yo nos pudiéramos bañar en el mismo río Almofrei de nuestras respectivas infancias, como si el tiempo fuese detenido en distintas instancias de cada vida, a la sombra del puente medieval que a ella tanto la asombró cuando por primera vez la trajeron de niña y que a mí aún me hace estremecer cuando recuerdo la frialdad de las aguas de la montaña que atraviesan su arco. El tiempo es lineal, pero es muy fácil confundirlo cuando se viven experiencias similares o se juntan los recuerdos de gentes queridas que ya no existen con déjà vu que experimentamos con personas cercanas del presente.

Ahora, en Navidad, es una época propensa a que nos invada esa tierna confusión que no diferencia entre quiénes fuimos y quiénes somos, entre quién estuvimos y con quiénes seguimos hoy en el camino; es un tiempo en que nos dejamos abrazar por personajes de nuestro pasado que sabemos que ya nunca más podrán estar a nuestro lado, pero que les dejamos entrar amablemente unas horas por la puerta de la añoranza, igual que la dulce Nélida, en contraposición a los sueños que sus antepasados se procuraron en la rica Brasil, soñó la vida que no pudo tener aquí, en la Galicia rural y pobre que la hubiera esperado y acogido si su abuelo no hubiera cambiado los parajes del río Almofrei por el despampanante Rio de Janeiro.

La Navidad, la Nochebuena que pronto viviremos de nuevo, es para muchos la entrada en un túnel de intemporalidad no igual pero en cierta manera sí semejante a la melancólica forma que tiene Nélida de describir los vínculos familiares en A República dos Sonhos, una intercalación de sentimientos y recuerdos que resucitan a seres pasados y los relaciona con los del presente, creando una república íntima e intransferible de vivos y muertos alrededor de la realidad desnuda de nuestras irrecuperables ausencias.

Nélida Piñón se mudó el sábado a esa república de los desaparecidos donde hace años habita mi padre, un día antes de que yo viese un nuevo triunfo de Argentina sin él, pero con mi hija, cerrando uno de los círculos de mi corazón en torno al fútbol y a mi propia existencia. Entre dos generaciones del pasado y del futuro, yo disfruté de los goles de Messi sintiéndome el centro de esas circunferencias que se superponen formando parte del árbol genealógico de mi familia. Y, en la cena del próximo sábado, imaginaré a los que faltan, figuras entrañables de mi vida que aún tocan la armónica o cantan villancicos a coro junto a mí, como Maradona se le apareció a Leo para alumbrarle el camino, sabiendo que algún día seré yo el evocado por mi ineludible partida.

En aquel 78 en que Kempes con prórroga incluida desactivó la naranja mecánica de Neeskens pero ya sin Johan Cruyff , mi papá iba con Argentina porque su padre, mi otro abuelo, sí había emigrado y lo había hecho al país austral. Regresó a tiempo para que su hijo y su nieto naciéramos aquí y viéramos esa final de Buenos Aires por televisión y no allí. Seguramente, hay una vida que nos perdimos allá, igual que Nélida y tantos miles de emigrantes gallegos se desviaron de la que les aguardaba aquí, nadie conoce su destino hasta que este nos adelanta por la derecha. Estábamos predestinados a compartir la alegría argentina por la tele y a legarla en herencia. Como Messi a suceder al Diego con sus leyendas superpuestas.

21 dic 2022 / 01:00
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