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Trauma de Estado

CORRÍA 1984 cuando la escuché por primera vez. The Pretenders, con la fascinante voz de Chrissie Hynde a la cabeza, acababan de publicar su álbum Learning to crawl, y en él, la cadenciosa y bella Thin line between love and hate (delgada línea entre el amor y el odio).

Por aquel entonces muchos aún creíamos que la democracia española marchaba a velocidad de crucero. Y no hablo de que nuestros bolsillos estuviesen un poco más llenos, que también. Ni de que Felipe González llevase sólo dos años en el poder y, por lo tanto, estuviese comenzando su legislatura buena. Ni siquiera, de que tuviésemos un pie en la Unión Europea, en la que ingresaríamos en el 86.

Me refiero al clima político, al respeto institucional. Pero, sobre todo, a la pluralidad. A la diversidad ideológica y de opinión, entendidas como elementos de avance para el conjunto de la sociedad.

En el mundo de los negocios lo saben bien. La competencia hace prosperar a las empresas, de tal forma que prestan un mejor servicio a sus clientes –en el caso de la política, al ciudadano–, que en realidad es lo verdaderamente importante.

Hagan conmigo el ejercicio de recordar quién ocupaba escaño en aquel variopinto Congreso de los Diputados del 84: Suárez, Fraga, Martín Villa, Roca, Carrillo, Aznar, Punset, Vestrynge, Leguina, Solana, Paco Ordóñez, Durán i Lleida, Marcelino Oreja...

Eran hijos de un consenso histórico en el que cupieron todos (nacionalistas incluidos) y que dio a luz la magna Carta que ha pilotado exquisitamente nuestro progreso y convivencia por más de cuatro décadas.

Entonces, con lo bien que íbamos, ¿qué sucedió? ¿Cómo hemos llegado al estado actual? ¿Por qué estamos a años luz de cualquier pacto de Estado, aún en materias que deberían ser políticamente inocuas como la educación?

Sin duda, la causa no es que los que ocupan ahora esos sillones de la Cámara baja –y de la alta– no sean precisamente Castelar... aunque muchos nos preguntamos por qué, mientras la mayoría ha ido ganando en formación, un notable porcentaje de nuestros representantes da muestras diarias de un nivel ínfimo.

No es eso. A España no le han dejado superar el trauma del franquismo. Por sorprendente que sea en un país que ha vivido más tiempo en esta democracia, que en aquella dictadura. En donde las niñas como mi hija sólo saben de Franco por los libros del cole. Y en el que los padres de la Constitución –¡en el 78!–, entendieron enseguida que es imposible construir nada sobre una base de rencor y odio. Incluso en Alemania o Polonia, supervivientes de los abominables (por igual) Hitler y Stalin, hace mucho que extirparon de su política cualquier vestigio de los dos regímenes genocidas. Desde 1966, además, los germanos han sido gobernados en cuatro ocasiones, sin estruendos, por una gran coalición de derechas e izquierdas.

En cambio, nosotros seguimos instalados en una anomalía democrática: las opiniones de la derecha y del centro-derecha siguen –a la fuerza ahorcan– en las catacumbas; somos el único país del mundo que esconde su bandera (sólo la paseamos en eurocopas y mundiales); que se avergüenza de su himno, aunque la Marcha de granaderos lo es desde el siglo XVIII; que no saca pecho por su idioma, pese a ser la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes; y en donde impera la dialéctica de casco y metralleta, ya que es mucho más trabajoso tumbar el argumento del otro, que noquearlo colgándole el cartelito de fascista, o de facha, en cuanto abre la boca.

En 2019, el Parlamento Europeo condenó por igual las atrocidades del nazismo y del comunismo. Pero aquí ni siquiera somos capaces de ver que, si Vox es ultraderecha, Unidas Podemos –que se declara comunista y cuyo fundador dijo que deseaba dinamitar el sistema constitucional del 78– tiene que ser ultraizquierda. ¿O qué es?

El aparato propagandístico de la izquierda española, siempre hábil, ha logrado prorrogar artificialmente la innegable razón de las víctimas del franquismo, para ir imponiendo a lo largo de 47 años su pensamiento único; que no es sino la superioridad moral de la izquierda, simplemente por ser izquierda.

Es por ello que, ahora, Sánchez y su gabinete pueden desmelenarse a gusto con su nueva política de escándalo sobre escándalo, y de sí por la mañana, pero no por la tarde, sin que se la monten en la calle. Por lo mismo, los sindicatos, que con este panorama económico pero otro Ejecutivo ya habrían convocado dos o tres huelgas generales, semejan monjas de clausura con voto de silencio.

El doble rasero y la paja sólo en el ojo ajeno nos han llevado a poner en riesgo la estructura del Estado. Pero muy pocos ven aún que la línea entre el supremacismo y la superioridad moral es tan delgada –o más– que la que trovaban los Pretenders.

28 dic 2022 / 01:00
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