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Un viaje al mar negro y sus aledaños (II)

Un caliente día de agosto de 1973 vi, desde la cima de la escalinata del África Hall de Addis Abeba, capital de Etiopía, cómo se detenía un “haiga” negro y brillante como la piel del mandatario que salía ágilmente e iniciaba la deportiva subida de las veinte o treinta peldaños para entrar... Lo detuve levantando el brazo derecho y se acercó a mí Monsieur le President Mobutu... “Soy un corresponsal español...” Vi que parpadeaba e insistí: “Un periodista de España...”. Seguía con sus dudas... “¿De España?¿Y eso dónde está, ... en Portugal?”... Saqué mi talismán: “No... Islas Canarias, ¿le suenan?” Le sonaban. Allí, en la reunión del pleno de la Organización los Estados Africanos (OEA), con sede en Addis Abeba, en el Africa Hall, se iban a reunir los líderes y presidentes africanos, con Cubillo, Antonio, el nacionalista canario, a quien casi nadie hacía caso. Lo haría en la fase modesta de “Ruegos y Preguntas”. Él carecía de territorio y España era una desconocida en la Organización, incluso para Mobutu Sese Seko, antes Joseph-Desiré..., que, años más tarde, acabaría en el exilio y en un cementerio de Rabat.

Con el embajador de España en Addis Abeba, Salvador García de Pruneda, diplomático y magnífico novelista, probé la “inyera”, un pan de harina de mijo... ante el asombro de cuantos nos acompañaban, personal de la embajada, perdida en un hermoso bosque tropical.

Quería decir que, por entonces, Portugal era mucho más notoria y popular que España, había colonizado mas territorio africano que España, sobre todo del África negra. Y digo yo que es hora de volver a donde estábamos. En Bucarest, donde, José Carlos Dal Re y su Lola habían recogido, con mucha suerte, el glorioso caviar tan deseado, saqueando los frigoríficos de un puñado de embajadores. Era lo que hacían frente a la escasez... Lo único posibles frente a la dichosa perca fluvial. Y de Bucuresti, a donde tenía que volver para el Congreso Internacional del Petróleo poco tiempo después. Ahora, a Bulgaria y a Ucrania

Y Bulgaria, desde que tomamos tierra en Sofía, se nos antojó que estábamos en alguna región de Alemania. La capital estaba dominada por el rubio intenso. No sólo la zona de las Arenas Doradas... hasta el aire parecía tener oro en sus aleteos estivales y los pájaros estaban en el aire dándonos su bienvenida, también color de oro. Reconozco que me asusté un poco, porque los alemanes fueron enemigos naturales de los búlgaros tras la II Guerra Mundial, precisamente porque el dominio de lo nazi se había apoderado de la mentalidad de muchos búlgaros del campo y la nueva generación de las huestes políticas buscaban políticos limpios, sin restos de nazismo.

Elfriede Jelinek, escritora dentro de la mejor tradición judía y austriaca de la literatura cocida en salsa agria, acostumbra a registrar todas esas ideas cáusticas cada vez que le venía alguna a la memoria. Ganó el Nobel del 2004. En su novela Los excluidos, bien entendida por su traductora Carmen Vázquez de Castro y editada por Mondadori, “clava” su crítica en los restos del nazismo que aún encuentra y es dura con los “alemanes” que entiende que no han perdido su dureza con los austriacos.

Pero esos alemanes que paseaban aquella mañana de sol en las calles limpias de Sofía no padecían por morriña del pasado, sino que eran cientos de miles de turistas empeñados en tostarse al sol de las playa, sobre todo en la conocida y en cierto modo recogida zona de las llamadas Arenas Calientes, o Arenales de Oro, en pleno Mar Negro. Es mucha la historia de este pequeño país, ganado hace siglos para la ortodoxia, invadido por los seguidores de Mahoma, de acuerdo con la tendencia y el rito de las tropas que invadían la tierra. Ignoro si Bulgaria va a sufrir en la actual contienda; es un país tranquilo. Eso me dijo, al menos, un amigo que ejercía, por entonces el lectorando en la Universidad de la capital.

20 mar 2022 / 01:00
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