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Una matinée en la ópera

    ESTÁ bien lo del monólogo de Sánchez en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, esa luz tenue, como la dudosa luz del día, ese escenario desnudo e incluso frágil, porque la política es al final un ejercicio de representación, en el sentido teatral del término, un equilibrio difícil entre el acto solitario sobre las tablas, los decorados del fondo (aquí, apenas, las banderas), lo que sucede entre bastidores, que nunca conocemos bien, y, claro es, el apuntador, el asesor de turno recitando las líneas del guion, evitando en lo posible que el texto final se llene de la grasa incómoda de las morcillas.

    El teatro, este teatro, significa mucho, pero tiene esa gran metáfora de la solemnidad, de los grandes momentos, y a eso iba Sánchez, o sea, con el libreto aprendido, a la espera de que fraguase esa mañana en la ópera. Sabía el presidente que este acto en el que se dibujaba en la caja oscura como el tenor de la matinée, o lo que fuera, no contaría con el beneplácito de gran parte del respetable, ni del presente ni del ausente, lo cual que era una faena difícil, un luchar desesperado contra los elementos.

    Y me recordó al pobre John Millington Synge tratando de calmar a las masas a las puertas del Abbey Theatre en el estreno de El playboy del mundo occidental. ¿Incomprensión o simplemente imposibilidad de agradar a unos y a otros? Sánchez defendía el monólogo más difícil de la legislatura.

    Hubo, en efecto, protestas y abucheos a la entrada, y también en el vientre del teatro, y creí ver que Sánchez preveía la movida: detuvo el recitado, como aventajado del Globe, donde también se montaban pollos de cuidado en los días de Shakespeare. Allí obligaban a los actores a cambiar las líneas del texto, pateaban hasta al apuntador, y se subían al escenario de mármol como si fueran a saludar a la familia. Los más broncas estaban en el patio de butacas, donde ahora se supone que va el personal que paga una pasta gansa.

    Aquí había invitados, pero se levantaron contrarios a los indultos, que era el grueso de la obra sanchista. Como le sucedía a Synge, no se podía contentar ni a nacionalistas ni a constitucionalistas: los primeros o no acudieron a sus butacas, en plan pasar del tema (pues defienden la amnistía y, como mucho, ven en los indultos una gracia incompleta) o lanzaron proclamas y levantaron banderas, frente a la pulcritud minimalista del escenario. Los segundos, ni por asomo compraron billete para la función.

    Estoy seguro de que pocas veces se habrá interpretado una obra tan incómoda como esta en el Liceu, y sin embargo Sánchez quiso el protagonismo único y desnudo, porque cree que el texto recitado se valorará algún día, aunque ahora parezca a muchos humillación, rendición o estrategia de legislatura. Ayer se aprobaron las medidas de gracia que algunos juzgan de desgracia, y se hizo con la conciencia de que incluso los favorecidos, salvo alguna cosa, parecen despreciar o ignorar lo que a Sánchez le supone quizás un desgaste infinito, quién sabe si incluso inútil. Como si la norma fuera entregarse al desdén (con el desdén), que mal puede acabar en enamoramiento.

    Ya en el final, cayendo el telón imaginario, algunos creyeron escuchar Begin the beguine: Volver a empezar. El primer músico que la grabó fue Xavier Cugat.

    23 jun 2021 / 01:00
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