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Vigile su dieta

    HAY cosas que juzgo muy necesarias, pues nos salvan la vida. La ciencia, por ejemplo. El humor. La literatura, también. Lo extraordinario está en esas cosas que resisten todos los olímpicos embates, que se reinventan con nuevos brillos, aunque vivamos momentos amargos. Incluso la literatura amarga nos ayuda. Me pregunto cuál es la razón, entonces, por la qué la política nos envuelve de la noche a la mañana, con más verborrea que poesía. Y con poca gracia. ¿Por qué triunfa mediáticamente, incluso cuando los ciudadanos se muestran esquivos con ella, asegurando que no les interesa? ¿Cuál es la razón por la que la política ocupa gran parte de las parrillas, de las programaciones, de los debates, de las tertulias, de las charlas? ¿En qué momento todo se hizo política incluso no siéndolo ni por el forro? ¿Por qué todo se torna político y se verbaliza en ese lenguaje, aunque sea practicando una sintaxis onanista?

    Me dirán los expertos: todo es política, muchacho. Ahí está Aristóteles, un investigador científico casi moderno. Hay grandes modernos en la antigüedad. Y hay grandes antiguos en la modernidad. Para Aristóteles el hombre es un ser político, sí, pero el significado era otro. Siempre hubo gran conexión entre las formas de hacer política y su expresión mediática, su reflejo verbal o visual, pero nunca, claro, como ahora. El daño está en que la política es, en no pocas ocasiones, un relato de los hechos, no los hechos propiamente dichos. Como un anuncio es un relato del producto, no el producto propiamente dicho. Y eso es lo que ha convertido a la política en el gran envoltorio de la realidad, en un guion perfecto para rellenar mañanas, tardes o noches interminables, pues se trata de historias cuyos jardines, más que senderos, se bifurcan todo el rato, y no faltan sorpresas, suspenses, desmentidos, propagandas, eslóganes, argumentarios, dialécticas de diseño, frases supercalifragilísticas, mucho palabreo cruzado, y en este plan. Un despliegue extraordinario con múltiples actores que la televisión ha identificado como material de entretenimiento de primera clase, con tendencia, además, a tener más capítulos que un culebrón de sobremesa. La omnipresencia de la política en la pantalla se parece a lo que a veces se ha llamado argucias de Sherezade para sobrevivir: no dejar nunca de tener un relato propio a mano y contarlo sin cesar, en bucle permanente.

    Así las cosas, una parte importante de la realidad queda recubierta por ese rebozado de palabras que a veces es lo único que podemos ver y escuchar. La falta constante de acuerdos, las observaciones simples o maniqueas, el fuego verbal cruzado, esos artificios narrativos, van ganando terreno argumental a lo que sucede más abajo, como los males de la pandemia, o los problemas sanitarios. Hay una gran humareda lingüística que no permite ver bien el terreno. El ciudadano escucha las grandes letanías, se acostumbra a su ruido monótono, pero no termina de comprender ni el significado ni el propósito, seguramente porque de eso es de lo que se trata. Los argumentos cuyos ingredientes son indescifrables quizás también nos nutren, pero cuesta mucho tragarlos y, además, repiten. Y, sin embargo, se trata de un menú catódico en expansión. El consejo es muy claro: vigile su dieta.

    18 sep 2020 / 01:01
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