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Sin tierra, sin rey y bajo la ira de Dios

Si con acierto dijo Freud que nuestra anatomía es nuestro destino, del mismo modo podríamos añadir que la geografía es el destino de las naciones. La geografía puede ser una madre protectora cuando ampara con sus barreras a una nación de sus enemigos exteriores, cuando da el sustento a sus habitantes o cuando les permite vivir a las orillas del mar o los océanos. Pero a veces también puede ser una mala madrastra, que asfixia la vida de sus hijos, cuando les niega todas las bendiciones que provienen de la tierra y además los deja inermes ante el peligro, convirtiendo así su tierra en una maldición, un yugo y una amenaza perpetua. Algunos pueblos parecen haber nacido bajo la maldición de una mala estrella, hasta el punto de que su mismo nombre se convierte en el blanco de los ataques y en eterna fuente de conflictos que manan de lo que hicieron unos padres que parecen haberles dejado una herencia que pesará sobre sus cabezas como una losa en el transcurso de los siglos. Son esos los pueblos malditos de la historia, y uno de ellos es el de Afganistán.

Geográficamente Afganistán es un país montañoso aislado del mar. Y es su extremo aislamiento lo que ha hecho que sus habitantes sean refractarios al más mínimo cambio. Además su localización entre Asia Central y el sur del continente asiático lo ha convertido en una vulnerable víctima de todos los grandes poderes, que lo utilizaron como baluarte defensivo y muro de contención, con desastrosas consecuencias para su economía. Su pobreza natural fue convertida en miseria por esos vecinos hostiles, avaros y sin escrúpulos a la hora de aprovecharse de él mediante la guerra y el conflicto constante.

Desde el abortado nacimiento de la India, desgarrada entre dos países por conveniencias del Imperio británico, ambos tuvieron siempre intereses en Afganistán, echando un pulso a su costa, en el que la India buscaba la estabilidad del país y Pakistán su inestabilidad financiando a los talibanes. Al oeste está Irán, encarnación actual de todo lo peor del islam chiita, que guiado por su odio visceral a los EE.UU. también ha decidido apoyar a los que considera sus peores enemigos, armando a los talibanes y utilizándolos para intentar frenar la política hidráulica afgana, clave para la supervivencia del país. Y al este está China, demasiado gigantesca y demasiado cercana como para no proyectar su avaricia sobre los recursos minerales del país. Pero en este país maldecido por la historia vive un pueblo que supone entre el 15 y el 20 % de sus 36 millones de habitantes: el pueblo hazara.

Se dice que descienden de los mongoles. Sea eso cierto o no, la verdad es que sus rasgos mongoloides son uno de los componentes de su desgraciado destino en el mundo musulmán. Los musulmanes odian a los mongoles y dicen que fueron ellos los que con sus invasiones destruyeron parte de sus logros culturales, pero lo cierto es que es todo lo contrario lo que ocurrió en Irán, un país en el que árabes, turcos y persas juegan a lo que Bernard Lewis ha bautizado como el “juego de los reproches”. En él los mongoles desempeñan el mismo papel que todos los imperialistas, que los perversos judíos y que los norteamericanos. Y ese juego es siempre la excusa que permite achacar al enemigo exterior todos los fracasos. Si los mongoles acabaron con la Edad de Oro del islam, a nadie se le puede arrendar la ganancia de que se le considere su vástago. Y lo que es peor, los mongoles tampoco consideran mongoles a los hazaras, porque además ya bastantes problemas tiene su país.

A mayores los hazaras son chiitas en países sunitas, como Afganistán o Pakistán, dos países en los que sus integristas se creen más musulmanes que Mahoma. Por si fuera poco ser un mongol, además resulta que uno también es un hereje, si hacemos caso al ISIS, los talibanes y demás extremistas iluminados por Dios. En esas condiciones los hazaras cumplen todas las condiciones para ser un blanco perfecto. Pero lo peor de ser chiita es compartir la religión oficial de Irán, un país célebre en el mundo por intentar sobrevivir a costa de traer la miseria a su pueblo y gracias al patrocinio de cualquier grupo terrorista que sea su peón en Oriente Medio.

Hay más pueblos de lengua persa en Afganistán, como los aymaks, los tayikos y otros, pero los persas por definición son los hazara, a los que injustamente se quiere convertir en los “iraníes” de Afganistán. No hay duda de que Irán influye en Afganistán, pero los periodistas occidentales y los famosos think tanks, que quizás entendiesen mejor a muchos países si hablasen las lenguas de sus habitantes, se han equivocado de plano al analizar esa adhesión a Irán, más propia de los tayikos, los pastunes, y sobre todo de los Sadat/Sayed, e incluso de otros grupos sunitas, ahora financiados por Irán, en contra de su política de apoyo exclusivamente a grupos chiitas. Los más destacados de esos grupos son los palestinos de Hamas y los talibanes.

Cuando en el Hazarayat, la patria de los hazaras, una parte de la población decidió apoyar al régimen iraní, automáticamente estalló una guerra civil. Los mulás, instigados por Irán, predicaban la guerra contra los baigs/mirs (la clase social superior, formada por terratenientes de tendencias laicas). Las consecuencias fueron cementerios más llenos, miseria, muerte, aumento de la ignorancia y la superstición y un pueblo cada vez más débil y vulnerable. Esa guerra civil acabó cuando los talibanes se hicieron con el control del país, pero ya era demasiado tarde para que los hazaras aprendiesen la lección, incluso después de que fuesen perseguidos y masacrados en Mazar e-Sharif y Bamiyan entre 1996 y 2001. Fueron estas masacres y el hecho de que Irán apoyase al Gobierno muyahidin encabezado por los tayikos, que cometió la masacre de Kabul de 1993, lo que hizo que muchos hazaras empezaran a marcar distancias con Irán. Era lógico, porque siempre que se producía una masacre, pequeños grupos de los hazara se unían a los talibanes diciendo que era mejor someterse que luchar. En ese momento, muchos grupos políticos hazara se dieron cuenta de que Irán no era un aliado fiable, ni tampoco lo eran quienes confiaban en él.

Al régimen iraní no le gustan los hazaras porque en las últimas dos décadas siguen a sus propios ayatolas: Mohaqiq Kabuli, ya muerto, e Ishaq Fayad, que vive en Irak y es amigo del ayatola Sistani, con el que el papa Francisco se acaba de entrevistar el pasado mes de marzo, y algún otro más. Ninguno de ellos se comprometió nunca en política ni estudió en Irán. Puede parecer que eso carece de importancia, pero la tiene, porque ninguno de esos líderes es partidario del sistema iraní que le otorga el poder absoluto al ayatola Jamenei tras la muerte de Jomeini. Esto es totalmente inaceptable para los ayatolas iraníes, que dicen que estos líderes “mongoles” son todos unos “narices chatas”. Lo que empeora todavía más la situación es que estos ayatolas hazaras tienen unas ideas muy progresistas en relación con las mujeres, reconocen que pueden desempeñar puestos en la sociedad, lo que es totalmente inaceptable para otros líderes sunitas y chiitas, y para un país como Irán en el que las mujeres no pueden entrar en los estadios para ver por ejemplo un partido de fútbol.

Según el Ministerio de Justicia de Afganistán, de los 72 partidos políticos legalizados, 28 llevan en sus siglas las palabras “islam”, “musulmán” o “Alá”, lo que no quiere decir que los demás no sean también religiosos, además de ser casi siempre partidos de base étnica. La mayoría nacieron en la época de la lucha contra los soviéticos, y son satélites de Egipto, Arabia Saudí, Pakistán, Turquía o Irán. De los cuatro partidos apadrinados por Irán, solo uno es hazara (Partido para la Defensa del Islam en Afganistán, presidido por el mulá Mohammad Akbari). Las relaciones entre Irán y Afganistán son muy complicadas, porque, al contrario que en el resto de Oriente Medio, Irán no tiene claro a quién apoyar, y si debe ser chiita o sunita. Lo que importa es quién gobierna, y si gobiernan los pastunes, aunque no son chiitas, ahora la alianza es válida.

Para sorpresa de todos los think tanks y de los grandes medios de comunicación, la muerte del jefe de la Guardia Revolucionaria iraní causada por un dron norteamericano en Irak en enero de 2019, puso de manifiesto de un modo muy claro estas relaciones. Los políticos pastunes afganos condenaron rotundamente el asesinato de Soleimani. El presidente Karzai, el ministro de asuntos exteriores y el primer ministro y antiguo director del servicio secreto, así como el vicepresidente del país, que curiosamente es un hazara, fueron los que más vehementemente condenaron esta acción militar.

Se dice que los hazara son ignorantes y supersticiosos, pero curiosamente tras la caída de los talibanes en todas las provincias hazaras disminuyó radicalmente el número de madrasas, que fueron sustituidas por escuelas públicas, muchas veces formadas por una simple tienda o a la sombra de un árbol. En esas provincias, la educación de las niñas se hizo universal, y según el informe de Asian Foundation de 2019, el 92,3 % de los hazara consideran que las mujeres tienen pleno derecho a la educación, lo que supone el porcentaje más alto del país. Pero según el informe de la ONU del 14 de abril de 2021, en estos últimos tres meses el nivel de violencia contra este pueblo creció el 29 %, al conocerse la retirada de todas las tropas occidentales, lo que supone abandonar a este pueblo en manos del Isis, los talibanes y demás grupos terroristas. Aunque los hazara intenten organizarse para resistir, tienen muy poco acceso a las armas porque las entregaron cumpliendo el acuerdo de desarme del 2003, al contrario que otros grupos, que ahora se están rearmando con gran facilidad. Por ello quedarán totalmente inermes.

11 may 2021 / 01:00
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