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Swift contra Rusia

Asistimos atónitos y profundamente preocupados a la agresión de Rusia contra Ucrania. Atónitos, por su magnitud y preocupados por su alcance a corto, medio y largo plazo. Las dimensiones del ataque han superado las más pesimistas expectativas y van mucho más allá de lo que hubiera sido la –igualmente injustificada– entrada en los territorios de Dontesk y Luhansk. Y sus consecuencias a corto plazo ya han empezado a sentirse, con el descalabro a nivel mundial de las Bolsas y la escalada del precio del petróleo o el gas. A medio plazo, todo dependerá, por un lado, del tiempo que se demore el desenlace del conflicto, aunque se prevé inminente, consumando la invasión y, por otro lado, de las sanciones que impongan a Rusia la comunidad internacional. A más largo plazo, jugarán otros factores, entre los cuales uno no desdeñable es la actitud que mantendrá China ante el conflicto bélico.

Ucrania es un país soberano, situado entre Rusia y Polonia (por tanto, frontera directa con la Unión Europea) de tamaño ligeramente superior al de la Península Ibérica y número de habitantes comparable al de España. Es fácil, considerando estos datos, que nos hagamos idea de la dimensión de este ataque. Además, la historia de Ucrania siempre ha estado ligada a la de la propia Rusia, hasta el punto de que, hasta que Iván IV fundó en 1547 el zarato moscovita, en latín se conocía a Ucrania como “Regnum Russiae” (Reino de Rusia). Asimismo, Ucrania fue una de las Repúblicas fundadoras de la antigua URSS, hasta la caída del muro de Berlín.

Es difícil intuir todas las razones que han llevado al presidente ruso a tomar esta drástica y funesta decisión, que se venía mascando desde 2014, cuando el régimen filorruso que gobernaba Ucrania fue sustituido por otro menos afín, más próximo a la Unión Europea.

Delirios de grandeza aparte, obviamente, encima de la mesa está la evidente amenaza goestratégica que para Rusia implicaría tener en su misma frontera oeste eventuales tropas de la OTAN, si el gobierno ucraniano decidiese impulsar su ingreso en el club atlántico. Además, como es sabido, Ucrania es el lugar de paso necesario para la importación hacia Europa (en particular, a Alemania) no solo de bienes e insumos rusos, sino, especialmente, de una fuente tan valiosa en la energético-dependiente sociedad europea como es el gas.

Pero, llegados a este dramático punto, al pueblo ucraniano y, por extensión, al europeo, poco le importan las razones que han conducido a semejante dislate. Más bien, de lo que ahora se trata con urgencia, es de adoptar las medidas convenientes para limitar sus consecuencias y, de ser posible, frenarlo. En este sentido, al tratarse Ucrania de un país vecino pero externo tanto a la Unión Europea como, según hemos dicho ya, a la OTAN, han pasado de momento a segundo plano las acciones que impliquen una colaboración de tipo bélico sobre el terreno –más allá del anunciado apoyo logístico– a riesgo de una mundialización del conflicto cuyas derivaciones podrían ser inimaginablemente dantescas. Esto abre la vía a otro tipo de medidas, en general, de carácter económico, una de las cuales motiva que hayamos decidido escribir estas líneas, para acercarla al público lector, dado que se hablará de ella en los próximos días.

Todo conflicto bélico supone para los países implicados un monumental coste económico directo, entre otros aspectos, dada la necesidad de desplazar ingentes destacamentos de tropas armadas, al margen de la necesaria inversión en armamento en sí. Por tanto, las sanciones de tipo económico facilitan, en primer lugar, que se frene la duración en el tiempo de un conflicto de este estilo, dado que su mantenimiento implica una sangría para las finanzas de cualquier Estado directamente participante. Pero, en segundo lugar, el aislamiento económico de Rusia también contribuye a generar rechazo a la guerra entre la población en general, que ve afectado su bolsillo y, en particular, entre los principales apoyos del mandatario que lo promueve, en este caso, rodeado de una camarilla política y una oligarquía financiera que se puede ver especialmente perjudicada, tambaleándose así el aplauso a sus decisiones; todo ello, al margen de la soledad internacional a nivel del conjunto de naciones, en un mundo cada

vez más globalizado.

En el momento de redactar estas líneas, el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, anuncia

un paquete de sanciones sin paragón contra Rusia. Una de las que se baraja, aunque ignoramos si finalmente se aplicará, es la expulsión de este país del mecanismo swift. Aunque no lo parezca este instrumento es conocido por la mayoría de la población o, al menos, por cualquiera que haya tenido ocasión de realizar una transferencia de dinero al extranjero. Se conoce también

como BIC (Bank Identifier Code) se corresponde con las siglas de Society for Worldwide Interbank

Financial Telecommunication.

El swift se fundó en Bruselas, en 1973, como una cooperativa internacional de bancos, respaldada inicialmente por 239 en 15 países. Se trataba de establecer un estándar común para las transacciones financieras y un sistema de procesamiento de datos compartidos, mediante una red de telecomunicaciones a nivel mundial. El primer mensaje swift se envió en 1977 y consta de un código alfanúmerico entre 8 y 11 dígitos, identificando los cuatro primeros a la entidad bancaria, los dos siguientes al país donde se encuentra la cuenta y los dos siguientes a la localidad de la oficina en la que se abrió (los tres últimos no siempre aparecen y representan el número de la propia oficina).

Actualmente, el swift es un sistema utilizado por más de 11.000 bancos en 200 países (por supuesto, Rusia entre ellos). Del impacto demoledor que podría tener la exclusión de este mecanismo al sistema bancario ruso nos da idea el dato de que el único país expulsado en la historia de la institución desde que se creó ha sido Irán, que vio cómo en 2012 se echaba a treinta de sus bancos, incluido el central. Se calcula que la economía persa se hundió un 30%, como consecuencia. De hecho, se ha calificado esta medida como “el botón nuclear económico”.

La posibilidad de frenar las transacciones financieras internacionales desde y hacia Rusia está ahora mismo siendo sopesada seriamente en el seno de la UE. Cierto es que persisten reticencias, dada la exposición de los Estados de la Unión a la deuda de las empresas rusas, cuyo cobro se podría dificultar si se procede con la sanción. Por otra parte, en 2014, coincidiendo con el cambio de color político en Ucrania, Rusia comenzase a crear su propio instrumento de mensajería financiera, aunque mucho menos sofisticado, así como también en China, de cuyosistema se podría beneficiar.

Además, existen otras herramientas que permiten las

transferencias de dinero a nivel global; pero la expulsión de los bancos rusos del Swift, sin duda

supondría un contundente golpe económico al país invasor.

En este momento, donde los hechos se suceden trágica y vertiginosamente, es difícil aventurar

pronósticos, tanto en cuanto al desenlace como en cuanto a las sanciones. Como hemos avanzado, en ambos sectores jugará China un papel fundamental. El presidente ruso ya firmó en su momento una serie de acuerdos comerciales que garantizan la venta, entre otros, de gas y minerales al país asiático, garantizando así el mantenimiento de sus principales exportaciones. Y, como detalle, cabe señalar que la invasión ha esperado hasta que concluyesen los juegos Olímpicos de inverno clausurados recientemente en la capital del coloso asiático. En todo caso, como reza el título de su himno, “Ucrania aún no ha muerto”. Y mientras hay vida hay esperanza.

27 feb 2022 / 01:00
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