Una figura que nadie debería olvidar, el padre del Santiago moderno

Cuando un gobernante deja su sillón de mando, suele tener la injusta sensación de ser tratado como un jarrón chino: nadie sabe dónde ponerlo para que no se rompa. En España, este ejemplo lo puso de moda el expresidente socialista Felipe González, que en los años posteriores a su marcha de La Moncloa se sentía valorado, pero a la vez un estorbo. En Santiago, tenemos un compañero de partido del histórico dirigente andaluz, que curiosamente compartió su época política más gloriosa con él, del que cada día se acuerda menos gente. Hablamos de Xerardo Estévez, el alcalde que transformó la capital de Galicia en la ciudad moderna y próspera que es hoy, una urbe perfectamente estructurada, con sus espacios urbanísticos brillantemente diseñados y definidos, con innegables avances en materia de movilidad y, en definitiva, un lugar para vivir más sostenible, humano, habitable y culto.

Xerardo Estévez manejó el bastón de mando en Compostela desde 1983 a 1998 (salvo un año, 1986-87, en que una moción de censura le obligó a un breve paréntesis en la alcaldía), catorce ejercicios en los que la ciudad protagonizó uno de los grandes saltos de su historia, configurándose como la urbe que hoy conocemos. Una etapa de continuo impulso en que se consolidó como capital de la autonomía gallega, sede de una de las más prestigiosas universidades de España y destino final del Camino de peregrinación más importante del mundo.

Pero como arquitecto que es, si en algo dejó Xerardo Estévez una profunda huella en Santiago fue en el aspecto urbanístico. Con él, la ciudad nueva creció de modo ejemplarmente ordenado con la construcción del periférico y el desarrollo de pequeños barrios como Fontiñas, que se convirtieron en grandes zonas residenciales con todo tipo de servicios y adelantándose a los estándares de sostenibilidad. Rehabilitó zonas deprimidas como Vite, reorganizó el casco histórico, diseñó grandes parques y promovió edificios como el Auditorio y el CGAC. Estévez es un jarrón que todo compostelano debería venerar. e. montero