Obituario

Don Jaime López Ramón, genio y figura

Jaime López Ramón, en una imagen de archivo

Jaime López Ramón, en una imagen de archivo / ECG

Miguel Ángel Sánchez del Río

Ven muerte tan escondida

que no te sienta venir,

porque el gozo de morir

no me vuelva a dar la vida.

Esta adaptación de los versos de Teresa de Jesús la utilizaba don Jaime en las misas de difuntos para explicar que, para un cristiano, la muerte no es el fin, sino el comienzo de una vida gozosa. A pesar de sus 98 años, no la sintió venir y, para los que lo apreciábamos, la noticia fue una sorpresa. Aunque no supiese el día ni la hora, sabía que un día tendría que ser, por eso, en cierta ocasión me llamó y me dijo las músicas que habrían de sonar en su funeral. Un programa sencillo que refleja muy bien su personalidad.

El introito y el ordinario fueron los de la Missa de Requiem porque era un gran melómano con especial predilección por el gregoriano, posiblemente la unión más perfecta entre música y palabra. La música fue parte esencial en su vida. Tenía una sólida formación artística y apreciaba la recuperación de piezas y cantos antiguos. Así puso en marcha un coro parroquial especializado en gregoriano, motivo por el cual nos conocimos hace casi treinta años. Necesitaba un organista acompañante y no paró hasta convencerme de que yo era el oportuno para esa función.

Poco después comenzó los trámites para restaurar el órgano de San Miguel, mudo desde hacía varias décadas. Lo consiguió tras llamar a muchas puertas y recibir unos cuantos desaires. Sin embargo, don Jaime era tenaz y cuando fijaba un objetivo, abandonarlo no era una opción. Lo siguiente fue educar a nuevos organistas. Las Jornadas de Órgano formaron en diez ediciones a cerca de cien músicos, alguno de los cuales continuaron su carrera profesional con el “rey de los instrumentos”. Con su convincente palabra consiguió que profesores de talla internacional viniesen a aquellas jornadas: Joao Vaz, Bruno Forst, Lucía Riaño… Se podría decir que fue la piedra angular para que se iniciase el ciclo de restauraciones de órganos en Santiago. Tras el de San Miguel, se recuperaron los de Ánimas, Santa Clara, Belvís, Universidad y San Francisco.

En el salmo responsorial (Mi voz hacia Dios, Sal. 77) está representada su vocación y dedicación al servicio de Dios y la Iglesia: en la noche y el ruido voy buscando al Señor. Aunque la fe de cada uno es una cuestión personalísima, me atrevo a decir que la de Jaime López Ramón era una fe madura, fruto de una profunda reflexión a la que su condición de científico -era licenciado en Químicas-, no restó un ápice. Sobre esos cimientos firmes anunció la Palabra en unas homilías sin costuras, con un verbo fluido, claro y ameno al alcance del más sencillo de los feligreses. La anunció también con su ejemplo de constancia y compromiso. Solo así se puede acompañar a los que buscan al Señor, a las ovejas sin pastor.

El canto de comunión era uno de sus favoritos. Véante mis ojos está basado en otro poema de la santa de Ávila. Jaime, como hombre de gran cultura, apreciaba enormemente la literatura del Siglo de Oro y de los místicos españoles que citaba continuamente (era habitual cuando alguien le comentaba las penalidades de la vida, que él le respondiese que estamos de paso y que esto solo es una mala noche en una mala posada). Pero no solo en lo literario o lo musical, también en la arquitectura y las artes plásticas. Se llenaba de orgullo explicando el retablo monumental de San Roque, promovía restauraciones, creó un pequeño museo en la sacristía alta de San Miguel. Durante sus años de párroco se programaron conciertos, charlas, conferencias, visitas didácticas o el quinto centenario del Voto de Santiago.

Por último, quería que cuando saliese de la iglesia su féretro hacia el cementerio sonase en el órgano la Salve Regina. Su mayor apoyo fue siempre María. Los días de la Virgen estaba especialmente brillante y se emocionaba desde el ambón diciéndole: “más que tú, solo Dios”. Una de las cosas que más le gustaba de su parroquia era la cantidad de advocaciones marianas que había dentro y fuera de la iglesia: la Merced, el Amparo, los Dolores, Montserrat, la Divina Pastora, el Carmelo, la Inmaculada..., pero una destacaba sobre las demás. Fátima era la “niña de sus ojos”. Acudía al santuario portugués siempre que podía (la última vez hace tres semanas) y se mostraba muy satisfecho cuando contaba que había encontrado una talla del ilustre imaginero Rivas, que estando muy deteriorada la restauró (a sus expensas) y la ubicó en lugar preferente para culto público. Su querida Virgen de Fátima también estuvo a su lado el día de su entierro y no tengo duda de que le habrá recibido a las puertas del Cielo.

Don Jaime era así. Un caballero de pies a cabeza, un hombre de cultura sólida, un sacerdote de fe inquebrantable, un señor de palabra, un maestro, un amigo.

En mi caso, haberme cruzado con don Jaime es uno de los puntos de inflexión de mi vida. Mucho de lo poco que soy en lo musical se lo debo a él. Quise agradecérselo públicamente cuando hace unas semanas tuve el honor de ser el pregonero de la Semana Santa. Al día siguiente, en nuestra última conversación, me dijo que no debía haberlo hecho porque su único mérito había sido mostrarme un camino, nada más. Y nada menos.